Historia de León

27.9.05

5.3.- La Implantación de la Dinastía Trastámara: León baluarte petrista

Los años de gobierno del sucesor de Alfonso XI, Pedro I (1350-1369), definen uno de los periodos más turbulentos de la historia peninsular pues a este monarca, apodado por unos El Justiciero y por otros El Cruel, las pretensiones nobiliarias, refrenadas por su padre pero que ahora encuentran en Don Enrique, conde de Noreña, hermanastro del príncipe (véase esquema genealógico), un nuevo catalizador y caudillo, sacudirán los primeros momentos de su reinado. Su propia concepción de la autoridad, más cercana al monarca absolutista que al medieval, le llevaron a ahogar en un baño de sangre cualquier conato de rebeldía, a terminar con la vida de todo el que osara de alguna manera amenazar su posición. No escaparon de esta dura política regia ni la misma familia del soberano pues, a manos de Don Pedro encontraron su fin el infante Don Fadrique, maestre de Santiago, y algunos otros miembros del linaje, sin olvidarnos de los más destacados parientes de la antigua amante de Alfonso XI: Leonor de Guzmán cuya cabeza solicitó la reina María de Portugal.
Apenas si dos años después de acceder al poder Don Pedro se vio forzado a enfrentarse con la primera sublevación nobiliaria que culminó en el cerco de Avilés. Las sucesivas empresas encabezadas por el conde de Noreña terminaron con la expulsión de sus partidarios de algunas de las principales ciudades y villas del Reino de León donde se encontraba localizado el núcleo de su patrimonio.
Especialmente dolorosas para el monarca fueron las defecciones del adelantado de León Pedro Núñez de Guzmán y del noble Pedro Alvarez Osorio, que culminan con la muerte del primero.
Mientras crece el número de los partidarios de Enrique a medida que las duras medidas represoras hacia la nobleza conducen al cadalso a algunos miembros de la misma, abandonará las filas de Don Pedro un noble leonés destinado a convertirse en progenitor de una de las más poderosas casas del reino: Suero Pérez de Quiñones, caballero de la Orden de la Banda, adelantado de León, que encuentra la muerte en la batalla de Nájera junto a Don Enrique según recoge en el Doctor César Alvarez (1982).
En 1366 el conde de Noreña, ahora autoproclamado Enrique, rey de Castilla, invade estas tierras con el apoyo de las llamadas Compañías Blancas, un conjunto de mercenarios, o routiers, procedentes de Francia, a cuyo frente se encuentra Beltran Du Guesclin y en cuyas filas militan no pocos nobles aragoneses. Durante tres largos años los estados de Don Pedro se convierten en el escenario de duros combates. Las ciudades leonesas, fieles a la causa del legítimo monarca, resisten y deben ser tomadas por las armas. Así caerán León, Zamora y Astorga, auténticos baluartes petristas. En 1369 el alevoso asesinato de Don Pedro a manos de su hermano bastardo en Montiel no cauteriza la herida sucesoria pues, de su unión con María de Padilla, nacieron varios hijos a los que hizo jurar en Cortes como legítimos herederos en caso de su fallecimiento. Dos de las hijas, Beatriz y Constanza, fueron desposadas con sendos hermanos del príncipe Eduardo de Gales, aliado de Don Pedro durante la guerra civil. Por ello durante los diez años de reinado de Enrique II (1369-1379) las tropas inglesas con el apoyo de algunos fieles partidarios del difunto monarca castellano como Fernando Ruiz de Castro, señor de Lemos, desafían la autoridad del primero de los Trastámara. León, por su parte, aunque antiguo baluarte de Don Pedro, no deja de ser favorecido por el ahora soberano pues, por orden de Enrique II, en nuestra ciudad se edificarán nuevos palacios reales situados entre los actuales convento de las Madres Concepcionistas y el Hotel Conde Luna, algunos de cuyos restos hoy se conservan en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid y que por si sólos bastan para ofrecer una digna imagen del antaño señero conjunto arquitectónico.
En 1386 Juan de Gante, duque de Lancaster, esposo de Constanza de Castilla, con la ayuda del soberano portugués, ataca el Reino de León. Juan I (1379-1390), sucesor de Enrique II, se ve forzado a enfrentarse con el pretendiente a la corona y a tratar de garantizar la seguridad de alguna de las principales ciudades de su territorio occidental como Astorga o León, sin olvidarnos de Valencia de Don Juan. El ejército angloportugués prosiguió sus acometidas en el viejo reino del noroeste y, en la primavera de 1387, tiene lugar el cerco de la villa de Valderas, abandonada a su suerte por el adelantado Pedro Suárez de Quiñones, cuyos habitantes destruyen todas las reservas de provisiones que se guardaban en el lugar y, acto seguido, huyen de la población. Las represalias del duque de Lancaster llevaron al incendio de Valderas, ejemplo de lealtad a la nueva dinastía.
Las escasas perspectivas de éxito de este contingente armado y su causa llevaron al príncipe inglés a pactar un matrimonio de estado ente su hija Catalina de Lancaster, nieta por tanto de Don Pedro I, y el heredero del monarca castellano: Enrique (III). De esta manera se puso fin a los conflictos sucesorios entre los descendientes de Alfonso XI pues el hijo nacido del matrimonio real, Juan II de Castilla y León (1406-1454) unifica ambas líneas dinásticas.
Si la etapa de Juan I solventa esta querella abierta en Montiel, sus pretensiones sobre la corona portuguesa, sustentadas en su matrimonio con la heredera lusitana, conducirán a las tropas castellanas y leonesas a la desastrosa jornada de Aljubarrota donde encontraron la muerte numerosos caballeros leoneses tal y como recuerda en su testamento el adelantado Pedro Suárez de Quiñones (C. Alvarez (1982)). Olvidado este pleito de familia con la entronización definitiva del maestre de Avis en el solio portugués, los años finales del XIV y buena parte del XV son testigos de nuevos problemas nobiliarios que derivarán en varias crisis internas y se plasmarán en diversas coaliciones aristocráticas frente al poder real.
En tiempos de Juan I y Enrique III será un bastardo de Enrique II, Alfonso Enríquez, conde de Noreña, quien, con el apoyo de otros personajes de la dinastía real como su hermano Fadrique, duque de Benavente, desafíen el poder del legítimo monarca en Asturias, León, Zamora y Tierra de Campos, aunque tal desafuero culmine en una incautación de sus bienes y en destierro no sin antes haberse extendido su rebelión a las tierras de Babia y Laciana donde, al frente de las tropas enviadas para sofocar la revuelta, le sale al encuentro el caballero Arias de Omaña, que consigue rechazar las pretensiones expansionistas trasmontanas del hermano bastardo del rey. Refugiado en Gijón, consigue pactar con Juan I un tratado por el que se le hereda, entre otros señoríos, en Valencia de Don Juan con el título de conde, al tiempo que revierten a la corona el grueso de sus tierras asturianas según recoge en su artículo sobre este personaje el Doctor Juan Uría (1975).
Sin embargo las diferencias entre el conde Alfonso de Noreña y la monarquía vuelven a estallar con fuerza a comienzos del reinado de su sobrino Enrique III. Con el apoyo de otros miembros del clan regio, alza su voz contra ciertas medidas que reducían el monto de sus rentas. Su altanera actitud forzó al monarca de Castilla a encaminarse a León donde, ante el altar mayor, jura sobre la cruz y los evangelios que confiscará las tierras del conde y entregará Noreña al obispo de Oviedo. Poco después tiene lugar el cerco de Gijón (1394), villa de Don Alfonso, y último reducto fiel del conde antes de ser desterrado y huir a Bayona algún tiempo más tarde tal y como recoge Juan Uría en su mencionado trabajo. Papel singular en estas empresas jugó, siempre del lado del soberano, el Adelantado Mayor de León y Asturias Don Pedro Suárez de Quiñones, cuya estirpe será una de las principales beneficiadas de esta incartación real de los bienes del conde de Noreña, consolidándose, así, su posición destacada en el antiguo reino leonés hasta el extremo de convertirse, en palabras del Doctor César Alvarez (1982), en la principal casa nobiliaria de estas tierras.