Historia de León

1.9.05

4.2.- La expansión hacia el sur: Alfonso VI y la conquista de Toledo

Si la etapa de Fernando I supuso un cambio histórico en el devenir de León, los años del reinado de su segundogénito, Alfonso, especialmente a partir de 1072, sitúan al estado en un momento singular de importantes transformaciones políticas, institucionales, sociales, culturales e, incluso, religiosas que contribuyen todas ellas a caracterizar uno de los periodos más atractivos de la historia peninsular.
A la muerte de Fernando I asistimos al reparto de sus estados, siguiendo los modelos navarros que reconocían la sucesión del primogénito en los territorios heredados del padre y que permitían la división de las tierras adquiridas por el progenitor. Estos usos según los cuales Castilla, reino propio de Fernando, y León, territorio adquirido debían tener, si tal era la voluntad del monarca difunto, distinto destino, convirtieron a Sancho II en soberano de las tierras al este del Pisuerga y a Alfonso VI, de las que se encontraban al oeste, es decir León, de cuyo espacio se segregarán los territorios galaico-portugueses que fueron encomendados a Don García pretendiendo garantizar de esta forma la estabilidad de los estados cristianos y marcar posibles zonas de expansión frente al Islam pues los reinos taifas occidentales, Badajoz y Sevilla, pasaban a ser feudatarios de García mientras que Toledo lo era de León y Zaragoza tributaria de Castilla.
“Este rey Fernando dividió su reino entre sus hijos Alfonso, Sancho y garcía y también dejó parte a sus hijas Urraca y Elvira; a Alfonso le dio León, Asturias y Trasmiera hasta el río Deva, Astorga y parte de la llamada Tierra de Campos, el Bierzo hasta la villa de Ux en el monte llamado Cebrero, lugar hasta el que se extiende el Reino de León. Por su parte, a Sancho, el hijo primogénito, dio desde el Pisuerga, Castilla, Nájera y el Ebro. Dio también a sus hijas Urraca y Elvira Zamora y Toro con los monasterios de su reino. Dio, en fin, a García toda Galicia junto con la parte que se llama Portugal”. Jiménez de Rada. Historia de los Hechos de España.
Dos fechas marcan el reinado de Alfonso VI: 1072 y 1085. A la muerte de Fernando I y hasta 1072, momento en el que fallece Sancho de Castilla, los territorios Cea-Pisuerga y el reparto de los reinos que, en opinión del primogénito del difunto monarca le perjudica en sus derechos de vástago mayor, enfrentan a ambos soberanos: Sancho y Alfonso hasta el cerco de Zamora donde encuentra la muerte, de forma inesperada, el primero de los dos.
A partir de entonces, 1072, y como rey conjunto de León y Castilla, Alfonso VI reincorpora Galicia a León iniciándose una etapa de esplendor militar y de expansión territorial cuyo punto culminante es la conquista de Toledo, la antigua capital visigoda, en 1085. Desde ese instante el Imperator Totius Hispaniae, intitulatio con la que nos encontramos al príncipe desde 1077, aparecerá caracterizado como el Emperador de Toledo, adquiriendo la vieja idea imperia leonesa su más genuina identidad institucional.
Entre la muerte de Sancho y 1085 Alfonso introduce el rito romano, concede fueros a Sahagún, formaliza las relaciones allende los Pirineos, coloca a León en un lugar destacado y respetado dentro de los reinos europeos coetáneos.
La invasión norteafricana de los almorávides invierte esta dinámica abriendo un periodo de luchas y retroceso de la frontera que se cierra a la muerte del monarca en 1109 tras el desafortunado episodio de Uclés (1008).
Primera etapa: 1065-1072
El cronista Rodrigo Ximénez de Rada (1989) nos ofrece, dos siglos más tarde, una breve pero clara exposición de los hechos que acontecieron poco después de la muerte de Fernando I:
Así pues, tras la muerte del magnífico rey Fernando quedaron tres hijos suyos y dos hijas...pero por más que su padre había repartido el reino entre ellos y lo había asignado una parte a cada uno, como ningún poder admite ser compartido y como los reyes de España deben a la feroz sangre de los godos el que los poderosos no soportan a nadie igual, ni los débiles a nadie superior, con bastante frecuencia las exequias de los reyes se empaparon con la sangre del hermano entre los godos. Así, el rey Sancho, al que le parecían poco los reinos de Castilla y de Navarra, digno sucesor y heredero de la crueldad goda, empezó a sentir sed de la sangre de sus hermanos y a ambicionar más de lo normal los reinos de éstos, siendo su obsesión que a sus hermanos y hermanas no les quedara nada de lo que su padre les había dejado, sino que, codicioso, fuera él sólo el dueño de todo. De ahí resultó no sólo que se produjeran varias muertes, sino también que se derramara con frecuencia sangre inocente”.

Sin duda junto a su posible condición de heredero desposeído, desde su perspectiva Sancho resultaba el más perjudicado en el reparto de Fernando I pues, al fin, Castilla resultaba un reino neonato de corta vida y León representaba la sede imperial, el sucesor de la monarquía visigoda, y ese centro político lejos de pertenecerle había sido cedido, minorando sus derechos, a un segundón: Alfonso.
Tres años después de la división y tras una guerra que le permitió restablecer las fronteras con Navarra de la vieja Castilla condal –guerra de los tres Sanchos-, el primogénito de Fernando I se enfrenta a su hermano Alfonso buscando arrebatarle León en la batalla de Llantada (1068), junto a la frontera del Pisuerga que separaba ambos estados cristianos. El leonés, aunque derrotado, no pierde su trono como le ocurrirá poco más tarde a García, incapaz de enfrentarse a la poderosa nobleza galaico-portuguesa. Refugiado en Sevilla, el solio de García pasa a poder de Don Sancho, ahora soberano de Castilla y Galicia, como recoge Carlos Estepa (1996). Pero, evidentemente, el objetivo final del monarca no era otro que reunificar todas las partes del antiguo territorio de Fernando I por lo que acuerda con su otro hermano, Alfonso, entablar combate en Golpejera, junto al río Carrión (1072), encuentro en el que uno de los dos, así queda estipulado, el vencedor, recibirá los estados del derrotado. Pese a que la victoria se inclina a favor de los leoneses, que permiten escapar a los castellanos, su caballerosidad fue recompensada, al decir de las crónicas, con un contraataque inesperado por parte de Sancho que, a diferencia de Alfonso, no consiente en permitir la huida de su ahora derrotado hermano sino que, sin dudar, le apresa llevándoselo a Burgos de donde la hábil intervención de la infanta Doña Urraca le conduce al monasterio de Sahagún, camino de un seguro refugio en Toledo junto a los Banu Gómez Pedro Ansúrez y sus hermanos, sus más fieles y sólidos apoyos.
Mientras Sancho es recibido con gran frialdad en León, reino usurpado, e incluso tiene que someter la resistencia de la capital a caer en sus manos, en su destierro toledano el monarca desposeído recibe periódicamente noticias de los estados cristianos y, en concreto, una que le resultó en particular grata: la rebelión de Zamora, una ciudad señera del viejo reino leonés, que planta cara al invasor y en cuyo cerco un caballero de nombre Vellido Dolfos –Vellite Adaúlfiz según la documentación coetánea- aprovecha una escaramuza para poner fin al número de los días de la vida de Don Sancho. Indudablemente quien defiende sus tierras del atacante lejos de ser un traidor como pretende cierta tradición cronística castellana, o un héroe singular como aparece en algunas fuentes leonesas, no es sino un fiel servidor de su legítimo señor y, como tal debe ser considerado bajo cualquier perspectiva histórica.
Llegaron a Toledo embajadores encargados de trasmitir estas nuevas a Don Alfonso que le convertían, a la muerte de Sancho y teniendo en cuenta el destierro de García, en el único heredero de Fernando I al recibir un reino unificado por Sancho y cuyas fronteras se restablecían en las de 1065.
Los caballeros castellanos, entre los que se encontraban algunos opuestos a la política abiertamente beligerante de Don Sancho, recibieron noblemente, como sucesor legítimo y digno, al desterrado monarca leonés cuya coronación como soberano de Castilla no encontró ninguna resistencia especial según Carlos Estepa (1996), por más que la épica cidiana -sin otra base científica que los cantares de gesta y un placitum coetáneo recogido en el Becerro de Cardeña y que atañe a otro asunto jurídico en el que se habla de un pleito relativo a Santa Gadea, una de cuyas partes procesales se basó en un juramento-, considere que el propio Rodrigo Díaz de Vivar obligó a Don Alfonso a testificar ante Dios y los hombres su inocencia. Evidentemente resulta un episodio heróico, incluso romántico, la estampa de un infanzón desafiando al todopoderoso monarca pero ni Don Rodrigo pertenecía a un linaje minornobiliario, tal y como demostramos en su momento (1998), ni es razonable pensar que un príncipe se prestara a tan burdo juego mas propio de la literatura caballeresca que de la historia real.
Segunda etapa: 1072-1085
Monarca de León por derecho propio y de Castilla y Galicia –reino unificado por su hermano y predecesor Sancho-, la política con respecto al Islam peninsular marcará la siguiente etapa del gobierno de Alfonso VI. Antes de partir de Toledo renovó con su huésped, al-Mamun, los pactos de amistad y mutuo respeto que les unían, adhiriendo a tal acuerdo al heredero del monarca aunque no así a los restantes miembros de la familia. Por lo que se refiere a los demás reinos taifas, entre 1072-1085, su hábil estrategia le permite convertirse en árbitro de las contiendas que les enfrentan y receptor de los tributos de sus vasallos musulmanes, a saber, Badajoz, Sevilla, Toledo, Zaragoza y Granada de tal manera que, en palabras del Dr. C. Estepa (1996):
“Si tenemos en cuenta la máxima expansión alcanzada por la taifa de Sevilla, que los reinos de Zaragoza y Granada se encontraban en manos de familias (Banu-Hud y ziríes, respectivamente) que dominaban otros reinos como Lérida, Tortosa, Denia y Málaga y Valencia estaba vinculada a Toledo, nos podemos hacer una idea del peso de la influencia política de Alfonso VI y cómo la idea de un Imperio Leonés o Imperio Hispánico podía dirigirse, incluso, había la España musulmana”.

Política de amistad con los reino taifas y de dominio real sobre los demás estados cristianos pues, a la muerte de Sancho IV de Navarra (1076), la Rioja se incorpora a los territorios bajo el control de Alfonso VI cuya influencia se extiende a las comarcas alavesas, y parte de Guipúzcoa y Vizcaya, zona ya vinculada anteriormente a la dinastía asturleonesa –reino de León- hasta el último cuarto del siglo X.
Así, en 1077, el príncipe puede intitularse con propiedad Imperator Totius Hispaniae, emperador de toda España, evidenciando, de esta manera, su clara prelación sobre los restantes monarcas peninsulares.
Pero si políticamente durante esta etapa el soberano leonés juega un papel trascendente en el devenir hispánico, su reinado sirve, también, para facilitar una serie de cambios culturales y religiosos tímidamente apuntados algunos durante el gobierno de su progenitor. Por decisión real la liturgia romana, vigente en los estados del occidente europeo, sustituye en León y Castilla a los tradicionales usos visigóticos-mozárabes aportando aires nuevos procedentes de allende los Pirineos y que aparecen acompañados de la nueva visión monástica cluniacense, uno de cuyos principales focos polarizadores será el cenobio de Sahagún, tan vinculado al monarca desde su derrota en Golpejera y que, en 1085, recibe unos Fueros representativos de la protección singular que le dispensaba el soberano y de la presencia de francos en nuestro territorio.
Años éstos durante los cuales, muertos al-Mamun, su antaño protector, y su primogénito, Alfonso VI decide atacar Toledo, verdadero símbolo para los cristianos peninsulares del antiguo mundo gótico anterior a Guadalete. Entre 1081-1085, en sucesivas campañas, el soberano leonés asedia la capital de esta taifa que capitula en la primavera de 1085 bajo condiciones ciertamente favorables. Esta conquista, más que ninguna otra, realza el carácter imperial del monarca leonés que, en diversos diplomas, utiliza la fórmula emperador de Toledo para dejar constancia de su supremacía peninsular y de su ligazón evidente con el mundo toledano del que se erige en continuador y heredero confirmando la línea política de incardinación en modelos góticos trazada por sus predecesores en el solio real.
Tercera etapa: 1085-1109
Momentos de gloria, de triunfo, política conciliadora con el Islam que provoca la intervención de los ortodoxos musulmanes del norte de África, del Magreb, bajo la forma de una nueva invasión del territorio hispánico con la llegada de las tropas almorávides de Yusuf ibn Tasfin en 1086. Guerreros de la fe, defensores del purismo religioso que aborrecen la política pactista de los degradados, a sus ojos, reyezuelos taifas, cuyas relaciones con el imperio norteafricano, tímidas al principio, terminan por desencadenar la intervención de éstos a la caida de Toledo y ante las amenazas alfonsíes a las taifas de Zaragoza y Sevilla que llevan al monarca cristiano a levantar el cerco de la capital del Ebro para enfrentarse a estos enemigos inesperados cerca de Badajoz, en Sagrajas, el 23 de octubre de 1086, como recoge José Luis Martín (1995), batalla terrible que se salda con una impresionante derrota leonesa cuyo rey, Alfonso, herido en la pierna por un lanzazo, fugitivo, salva la vida escapando a galope del campo regado con la sangre de los caballeros y peones leoneses y castellanos cuyas cabezas, agrupadas formando improvisados alminares, sirven a los almuédanos almorávides para llamar a la oración y honrar a Allah por esta victoria singular.

Impresionado por esta nueva amenaza el príncipe leonés convoca a la cristiandad occidental para que acudan en su ayuda, llamamiento escuchado por su vasallo, Sancho de Aragón, y por otros nobles ultrapirenáicos, entre ellos varios miembros de la Casa ducal de Borgoña. Pese a todo, ya sea porque entre los propios reyes taifas los almorávides no encontraron todo el apoyo esperado o por cualquier otra razón, si bien es cierto que 1086 supuso un momento de inflexión en la línea política triunfalista alfonsina, no lo es menos que la amenaza norteafricana no puso fin al estado cristiano del norte aunque le obligue a replantear sus alianzas.
Mientras, en Levante, en el reino de Valencia, Rodrigo Díaz, el Cid, actúa de manera semiindependiente pero integrado dentro de las pautas políticas marcadas por Alfonso VI. La falta de entendimiento entre Yusuf y sus aliados taifas provoca la derrota del emir almorávide en 1088 junto a la fortaleza de Aledo (Murcia).
La reacción norteafricana no se hace espera y eliminan a los reyes de Granada y Sevilla incorporando estas taifas a su imperio y, más tarde, también, los territorios de Murcia y Badajoz de tal manera que el sur de la Península se muestra como una unidad frente al emperador de León. El teatro de operaciones bélicas se divide en dos frentes: Valencia, en manos del Cid, vasallo reconocido de Alfonso VI, desde 1094, y, perdida toda capacidad de resistencia de esta taifa, el territorio toledano al que dirigen sus ataques los almorávides tal y como se aprecia en las batallas de Consuegra (1097), Malagón (1100) y, tras estas victorias norteafricanas, en la rota de Uclés (1108) donde pierde la vida el único hijo varón del monarca, Sancho y su ayo y favorito real García Ordóñez, conde de Nájera, sin olvidarnos del alférez del emperador, García Alvarez, sobrino del anterior, además de otros magnates asturianos, castellanos, gallegos y leoneses.
La noticia de esta derrota, la pérdida del heredero, la amenaza fronteriza a un reino sin sucesor varón convierten en amargos los últimos meses de la vida del emperador consciente del gravísimo problema que supone su desaparición pues, a su muerte, Urraca, hija suya y de Constanza de Borgoña –vid. esquema genealógico dinastía navarra-, viuda de Raimundo de Borgoña, condesa de Galicia, se convierte en la única legítima heredera. Una mujer al frente del más poderoso estado cristiano peninsular, una dama joven y sola en un momento de guerra abierta en el que León necesita más que nunca una mano firme.
A comienzos de julio de 1109, en Toledo, fallece el emperador entre las lamentaciones de sus vasallos, según las crónicas recogidas por Jesús E. Casariego (1985):
“Ahora los sarracenos y los hombres malos invadirán el reino (y atacarán) la grey que te estaba encomendada. Y los condes y caballeros, los nobles y plebeyos, todos los ciudadanos, con las cabezas descubiertas, rasgadas las vestiduras y descompuesto el rostro de las mujeres, cubiertos de ceniza, elevaban al cielo sus gemidos con dolor de corazón. En veinte días lo llevaron a la comarca de Cea; y los arzobispos y obispos, y tanto el estamento clerical como el secular, enterraron a dicho rey entre laudos e himnos en la Iglesia de los Santos Facundo y Primitivo. Descanse en paz. Amén”.

Rey de León, de Castilla, de Galicia, de Toledo, emperador de las dos religiones, señor de cristianos y musulmanes, con él se cierra uno de los capítulos más birllantes de la Historia de León y se abre un amargo periodo de luchas intestinas, guerras civiles, alzamientos populares y conflictos de frontera: los años de gobierno de Doña Urraca, su hija y heredera.
La independencia del reino de Portugal
A lo largo del periodo que abarca cronológicamente la dinastía asturleonesa (hasta 1037), el territorio nuclear del futuro Portugal atravesó por una serie de etapas evolutivas similares a las de algunos otros de los principales condados del Reino de León como Castilla o las mandaciones Banu Gómez.

La fuerte implantación allí de una nobleza condal sólidamente asentada en estas tierras y la vinculación con los mismos de algunos miembros de la propia Casa Real como Sancho Ordóñez –hijo de Ordoño II (914-924)- o su hermano Ramiro –más tarde Ramiro II- permitieron a esta oligarquía autocrática afianzar su poder a finales de la décima centuria, aprovechándose, para ello, de la debilidad de una monarquía frágil, la leonesa, hostigada por Almanzor y sus sucesores.
A lo largo del s. XI asistimos, en opinión del Dr. J. Mattoso, a una ruptura de esta tendencia con el ascenso de miembros de la nobleza menor a los primeros puestos de control y poder mediante una estrecha e íntima relación con Fernando I y la dinastía navarra, consolidando las estructuras cada vez más sólidas de un núcleo territorial bien demarcado en palabras del Dr. José Mattoso (1993).
Esta región, ampliada por las sucesivas conquistas en el limes de Fernando I, se escinde del condado de Galicia, auténtica dote entregada por Alfonso VI de León y Castilla a su hija Urraca a raíz del matrimonio de ésta con Raimundo de Borgoña, para conformar, unificando en uno sólo, las antiguas tenencias de Porto y Coimbra, unidas bajo el nombre común de “Condado Portucalense” cuya delimitación territorial aparece definida por dos ríos: el Miño y el Tajo. Este núcleo desmembrado de Galicia constituye una unidad administrativa que es cedida a su hija bastarda Teresa, habida de sus relaciones extramaritales con la dama asturleonesa Jimena Muñiz (vid. árbol genealógico de la dinastía navarra), a la que desposará con otro noble franco: Enrique, primo de Raimundo de Borgoña. Amplios poderes los que recibe este nuevo matrimonio según María Joao Violante Branco (1993).
Durante el reinado de Urraca de León y Castilla (1109-1126) las relaciones entre los conde de Portugal y la soberana atravesaron un delicado momento en el que se fragua, realmente, la independencia del territorio respecto de León al convertirse los titulares del mismo en una pieza esencial del sistema de alianzas que permitían a la soberana conservar el trono. La infanta Teresa, que utilizará con clara intencionalidad política el título de “reina”, verá discutidos sus derechos sobre Portugal por su propio hijo Alfonso Henríques quien, con el apoyo de los principales magnates de este territorio, se enfrentará a su madre que cuenta con el apoyo del linaje gallego de su segundo esposo Fernando Pérez de Traba. En la batalla de San Mamede (1128), las fuerzas victoriosas del infante Alfonso Henríques apartan definitivamente de la titularidad del condado a la “rainha” Teresa como recoge María Joao Violante Branco (1993).
Este choque armado brinda al nuevo señor del territorio portugués una mayor independencia respecto de su primo Alfonso VII de León, autonomía que le llevará a adoptar la intitulatio regia reconocida esta dignidad, más tarde, por el emperador leonés (Astorga, 1143).
Los años inmediatamente posteriores a la coronación imperial de Alfonso VII (1135) registran ataques del portugués a Galicia, especialmente a los territorios de Limia y Toroño como aparece en la crónica del emperador Alfonso VII editada por Maurilio Pérez (1997). Treguas, enfrentamientos, negociaciones que llevarán al lusitano a romper su vinculación vasallática con León al ofrecer esta misma ligazón al papado que, en 1179, reconoce oficialmente la independencia de Portugal como Reino a través de la Bula “Manifestis Probatum” tal como estudió en su momento Luis Ribeiro (1979).En 1185, año del fallecimiento de Alfonso Henríques de Portugal, deja a su sucesor Sancho I un estado consolidado capaz de conservar su integridad territorial frente a su poderoso vecino del este: León.