Historia de León

27.9.05

5.3.- La Implantación de la Dinastía Trastámara: León baluarte petrista

Los años de gobierno del sucesor de Alfonso XI, Pedro I (1350-1369), definen uno de los periodos más turbulentos de la historia peninsular pues a este monarca, apodado por unos El Justiciero y por otros El Cruel, las pretensiones nobiliarias, refrenadas por su padre pero que ahora encuentran en Don Enrique, conde de Noreña, hermanastro del príncipe (véase esquema genealógico), un nuevo catalizador y caudillo, sacudirán los primeros momentos de su reinado. Su propia concepción de la autoridad, más cercana al monarca absolutista que al medieval, le llevaron a ahogar en un baño de sangre cualquier conato de rebeldía, a terminar con la vida de todo el que osara de alguna manera amenazar su posición. No escaparon de esta dura política regia ni la misma familia del soberano pues, a manos de Don Pedro encontraron su fin el infante Don Fadrique, maestre de Santiago, y algunos otros miembros del linaje, sin olvidarnos de los más destacados parientes de la antigua amante de Alfonso XI: Leonor de Guzmán cuya cabeza solicitó la reina María de Portugal.
Apenas si dos años después de acceder al poder Don Pedro se vio forzado a enfrentarse con la primera sublevación nobiliaria que culminó en el cerco de Avilés. Las sucesivas empresas encabezadas por el conde de Noreña terminaron con la expulsión de sus partidarios de algunas de las principales ciudades y villas del Reino de León donde se encontraba localizado el núcleo de su patrimonio.
Especialmente dolorosas para el monarca fueron las defecciones del adelantado de León Pedro Núñez de Guzmán y del noble Pedro Alvarez Osorio, que culminan con la muerte del primero.
Mientras crece el número de los partidarios de Enrique a medida que las duras medidas represoras hacia la nobleza conducen al cadalso a algunos miembros de la misma, abandonará las filas de Don Pedro un noble leonés destinado a convertirse en progenitor de una de las más poderosas casas del reino: Suero Pérez de Quiñones, caballero de la Orden de la Banda, adelantado de León, que encuentra la muerte en la batalla de Nájera junto a Don Enrique según recoge en el Doctor César Alvarez (1982).
En 1366 el conde de Noreña, ahora autoproclamado Enrique, rey de Castilla, invade estas tierras con el apoyo de las llamadas Compañías Blancas, un conjunto de mercenarios, o routiers, procedentes de Francia, a cuyo frente se encuentra Beltran Du Guesclin y en cuyas filas militan no pocos nobles aragoneses. Durante tres largos años los estados de Don Pedro se convierten en el escenario de duros combates. Las ciudades leonesas, fieles a la causa del legítimo monarca, resisten y deben ser tomadas por las armas. Así caerán León, Zamora y Astorga, auténticos baluartes petristas. En 1369 el alevoso asesinato de Don Pedro a manos de su hermano bastardo en Montiel no cauteriza la herida sucesoria pues, de su unión con María de Padilla, nacieron varios hijos a los que hizo jurar en Cortes como legítimos herederos en caso de su fallecimiento. Dos de las hijas, Beatriz y Constanza, fueron desposadas con sendos hermanos del príncipe Eduardo de Gales, aliado de Don Pedro durante la guerra civil. Por ello durante los diez años de reinado de Enrique II (1369-1379) las tropas inglesas con el apoyo de algunos fieles partidarios del difunto monarca castellano como Fernando Ruiz de Castro, señor de Lemos, desafían la autoridad del primero de los Trastámara. León, por su parte, aunque antiguo baluarte de Don Pedro, no deja de ser favorecido por el ahora soberano pues, por orden de Enrique II, en nuestra ciudad se edificarán nuevos palacios reales situados entre los actuales convento de las Madres Concepcionistas y el Hotel Conde Luna, algunos de cuyos restos hoy se conservan en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid y que por si sólos bastan para ofrecer una digna imagen del antaño señero conjunto arquitectónico.
En 1386 Juan de Gante, duque de Lancaster, esposo de Constanza de Castilla, con la ayuda del soberano portugués, ataca el Reino de León. Juan I (1379-1390), sucesor de Enrique II, se ve forzado a enfrentarse con el pretendiente a la corona y a tratar de garantizar la seguridad de alguna de las principales ciudades de su territorio occidental como Astorga o León, sin olvidarnos de Valencia de Don Juan. El ejército angloportugués prosiguió sus acometidas en el viejo reino del noroeste y, en la primavera de 1387, tiene lugar el cerco de la villa de Valderas, abandonada a su suerte por el adelantado Pedro Suárez de Quiñones, cuyos habitantes destruyen todas las reservas de provisiones que se guardaban en el lugar y, acto seguido, huyen de la población. Las represalias del duque de Lancaster llevaron al incendio de Valderas, ejemplo de lealtad a la nueva dinastía.
Las escasas perspectivas de éxito de este contingente armado y su causa llevaron al príncipe inglés a pactar un matrimonio de estado ente su hija Catalina de Lancaster, nieta por tanto de Don Pedro I, y el heredero del monarca castellano: Enrique (III). De esta manera se puso fin a los conflictos sucesorios entre los descendientes de Alfonso XI pues el hijo nacido del matrimonio real, Juan II de Castilla y León (1406-1454) unifica ambas líneas dinásticas.
Si la etapa de Juan I solventa esta querella abierta en Montiel, sus pretensiones sobre la corona portuguesa, sustentadas en su matrimonio con la heredera lusitana, conducirán a las tropas castellanas y leonesas a la desastrosa jornada de Aljubarrota donde encontraron la muerte numerosos caballeros leoneses tal y como recuerda en su testamento el adelantado Pedro Suárez de Quiñones (C. Alvarez (1982)). Olvidado este pleito de familia con la entronización definitiva del maestre de Avis en el solio portugués, los años finales del XIV y buena parte del XV son testigos de nuevos problemas nobiliarios que derivarán en varias crisis internas y se plasmarán en diversas coaliciones aristocráticas frente al poder real.
En tiempos de Juan I y Enrique III será un bastardo de Enrique II, Alfonso Enríquez, conde de Noreña, quien, con el apoyo de otros personajes de la dinastía real como su hermano Fadrique, duque de Benavente, desafíen el poder del legítimo monarca en Asturias, León, Zamora y Tierra de Campos, aunque tal desafuero culmine en una incautación de sus bienes y en destierro no sin antes haberse extendido su rebelión a las tierras de Babia y Laciana donde, al frente de las tropas enviadas para sofocar la revuelta, le sale al encuentro el caballero Arias de Omaña, que consigue rechazar las pretensiones expansionistas trasmontanas del hermano bastardo del rey. Refugiado en Gijón, consigue pactar con Juan I un tratado por el que se le hereda, entre otros señoríos, en Valencia de Don Juan con el título de conde, al tiempo que revierten a la corona el grueso de sus tierras asturianas según recoge en su artículo sobre este personaje el Doctor Juan Uría (1975).
Sin embargo las diferencias entre el conde Alfonso de Noreña y la monarquía vuelven a estallar con fuerza a comienzos del reinado de su sobrino Enrique III. Con el apoyo de otros miembros del clan regio, alza su voz contra ciertas medidas que reducían el monto de sus rentas. Su altanera actitud forzó al monarca de Castilla a encaminarse a León donde, ante el altar mayor, jura sobre la cruz y los evangelios que confiscará las tierras del conde y entregará Noreña al obispo de Oviedo. Poco después tiene lugar el cerco de Gijón (1394), villa de Don Alfonso, y último reducto fiel del conde antes de ser desterrado y huir a Bayona algún tiempo más tarde tal y como recoge Juan Uría en su mencionado trabajo. Papel singular en estas empresas jugó, siempre del lado del soberano, el Adelantado Mayor de León y Asturias Don Pedro Suárez de Quiñones, cuya estirpe será una de las principales beneficiadas de esta incartación real de los bienes del conde de Noreña, consolidándose, así, su posición destacada en el antiguo reino leonés hasta el extremo de convertirse, en palabras del Doctor César Alvarez (1982), en la principal casa nobiliaria de estas tierras.

26.9.05

5.2.- Las Minorías Reales

Contaba diez años el príncipe cuanto la muerte temprana de su progenitor le convirtió en soberano. Esta minoría marcará los primeros seis años de su reinado pues, durante este periodo, los viejos problemas sucesorios gestados durante los años de su abuelo Alfonso X, estallan ahora provocando diversas rebeliones como la del infante Don Juan, autoproclamado rey, o la de Diego López de Haro, sublevado en sus señoríos y a cuyo bando se une Juan Núñez de Lara. María de Molina con la colaboración no siempre desinteresada de su primo Don Enrique el Senador, a quien se nombra tutor del monarca niño, consigue con el apoyo de los concejos sofocar la revuelta a la que, en 1296, se sigue otra aún más peligrosa pues el infante Don Juan y Don Alfonso de la Cerda se alían pactando un reparto de los reinos en virtud del cual el primero se intitulará rey de León y el segundo de Castilla a la que suma Toledo y Andalucía. La participación del soberano aragonés Jaime II quedaba garantizada pues éste recibiría Murcia. Difícil situación en la que algunos de los principales magnates leoneses toman partido decidido por Don Juan, entre ellos Lope Rodríguez y Ruy Gil de Villalobos, el palentino Fernán Ruiz de Saldaña y el gallego Fernán Ruiz de Castro. Mientras los concejos se inclinan por Fernando IV y María de Molina, el ejército aragonés aliado de Don Juan y Alfonso de la Cerda, desde Ariza, llega a Baltanás, capital del Cerrato y, de allí, sumadas sus tropas a las del rey Juan y a las de Juan Núñez de Lara, entran en León donde el infante es proclamado oficialmente monarca de estas tierras con la aceptación de los “más de la cibdad, e los más honrados e mejores personas de la Iglesia de León” a su cabeza Gonzalo Osorio y Pedro Rendol como recoge César González(1995)). De León partirán a Sahagún
“que non era cercado, e entraron en la villa, e llamaron y á don Alfonso, fijo del infante don Fernando, rey de Castilla, é de Toledo”.

Allí decidieron atacar Burgos pero el ahora señor de León, Don Juan, solicitó para asegurar su control sobre sus nuevas tierras, primero tomar Mayorga, pero, por orden de María de Molina, el ricohombre Diego Ramírez de Cifuentes, junto con García Fernández de Vilamayor, consigue detener al infante según narran las Crónicas de los Reyes de Castilla (1953). El sitio de Mayorga se prolongó más de lo esperado y se declaró la peste que forzó a los sitiadores a levantar el cerco. El rey de Portugal, que se había comprometido a socorrer a Don Juan, al conocer las nuevas del fracaso de Mayorga, cambió de actitud y, tras algunas conversaciones con los sublevados, regresó a su país.

Lentamente aumentó el número de los partidarios de Fernando IV y el acuerdo tomado en Alcañices (1297), entre cuyos puntos se ratificaba el matrimonio del monarca castellano con Constanza de Portugal, acercaron al lusitano y al heredero de Sancho IV.
Esta notable mejoría de la delicada situación interna del reino permitió a María de Molina tomar la iniciativa en la guerra civil hasta el punto de planear un ataque a León con las tropas de Alonso Pérez de Guzmán, Juan Alfonso de Alburquerque y Juan Fernández de Limia, ejército que atravesó nuestras tierras “faciendo muy grand guerra”. Por otra parte las desavenencias que enfrentaban al partido nobiliario de Don Juan, intitulado rey de León, y Don Alfonso de la Cerda con el monarca se prolongan hasta el cambio de siglo.
En 1301 Fernando IV es declarado mayor de edad y, en ese momento, ambos infantes que habían retornado a la obediencia real, son recompensados con largueza por su nueva línea de comportamiento. En 1304 el Acuerdo de Agreda frena las ambiciones de Alfonso de la Cerda. Por fin se camina hacia la paz interna.
Hasta la muerte en 1312 del soberano, Don Juan y sus hijos Juan el Tuerto y Alfonso de Valencia refuerzan su ya sólida posición en el reino leonés pues, al tiempo que monasterios de la raigambre y entidad de Sahagún o Destriana, sin olvidarnos de Carrizo o Gradefes, se encomiendan a su protección, el propio Fernando IV incrementa las soldadas que debe percibir Alfonso de Valencia (J. A. Martín (1995)).
Tal vez por su afición a la montería o, quizás, para vigilar de cerca bajo este pretexto a los nobles leoneses partidarios del infante Don Juan, el rey frecuenta la comarca de Babia en repetidas ocasiones la mayoría recogidas por las Crónicas de los Reyes de Castilla (1958).
Estas regias visitas se prolongan hasta el fallecimiento del monarca en 1312. Durante una de ellas, siempre según la fuente aludida, en 1308, cuando se encontraba el monarca en la ciudad de León,
“encendióse de noche fuego en la villa, é ardieron tres ruas las mejores que y oviera, é oviera toda la villa á arder, sinon fuera por el alguacil del Rey que vino y con grand gente á matar el fuego”.

En tiempo de Fernando IV tuvo lugar la confiscación de los bienes de la Orden del Temple, perseguida en Francia con el beneplácito papal. El maestre, Rodrigo Yáñez, gracias a la merced real, pudo evitar que en León y en Castilla se repitieran escenas similares de muerte y destrucción a las que marcaron la extención de los milites Christi allende los Pirineos. Sin embargo el patrimonio del Temple revierte a la corona que se encarga de distribuirlo ente otras órdenes de caballería y los principales ricoshombres como el infante Don Felipe que recibe Ponferrada.
En 1312 la prematura desaparición del soberano conduce a una nueva minoría: la de Alfonso XI (1312-1350) en la que, de nuevo, el peso de la tutoría recae sobre María de Molina que cuenta con el apoyo de varios miembros del linaje real y de la Hermandad formada por diversas ciudades y villas del Reino de León, unidas en 1313, ente las que se encuentran la propia capital, Astorga o Mansilla. No obstante no todos los leoneses cerraron filas en torno a la regente pues los hijos del infante Don Juan contaban con numerosos apoyos en estas tierras hasta el extremos de atreverse a cercar León cuyas torres defendía Rodrigo Alvarez de Asturias “en guisa que los ovo luego á dar á Pero Nuñez de Guzman que la tomase fasta que el rey fuese de edad para que las entregase despues al rey” según informan las Crónicas de los Reyes de Castilla (1953).
De esta manera se reajustan los bandos nobiliarios, difícilmente conciliables, uno junto al monarca, a cuyo lado se encuentra el infante Don Felipe, otro enfrente suyo. Este posicionamiento de Don Felipe condujo a notables enfrentamientos con los hijos del infante Don Juan.
Por lo que atañe a León, cuya capital es, mayoritariamente, del partido de Don Juan el Tuerto, hijo de Don Juan rey de León, las diferencias entre los seguidores de este ricohombre y los del legítimo monarca llevan al infante Felipe a atacar la ciudad y, con el apoyo tácito del tenente de las Torres, entrar en la ciudad provocando el pánico entre los habitantes de la misma que:
“fuéronse luégo meter todos en la muy noble iglesia de Santa Maria de Regla de la ciubdat de Leon, et cerraron las puertas de la Iglesia, et barbotearonse, et bastecieronse de armas para se defender en aquel lugar, llamando todos en apellido, Leon, Leon por Don Joan. Et el infante Don Felipe envióles decir que veniesen todos a la merced del Rey, et que les aseguraría los cuerpos, et lo que avian: et ellos non lo quisieron facer, et posieron luego fuego a una claustra pequeña que estaba y, et á unas casas del Obispo que estaban arrimadas á la Iglesia, rescelándose que los entrarian por allí. Et despues que el Infante Don Felipe esto vió, rescelándose que venia Don Joan, et que por alli podrian aver socorro, mandó combatir la Iglesia muy fuertemente, et entráronla por fuerza. Et ellos, quando vieron esto, mandaron el apellido, et llamaron, Haro, Haro por don Joan. Et desque fueron afiancados muy fuertemente, venieron á pleytesia que los dexasen salir en salvo: et tomó la Iglesia et dióla á un caballero que decian Mantin Sanches que la toviese, et dexó y en la ciudat á Don Rodrigo Alvarez de Asturias que la toviese”.

Este episodio no fue el único enfrentamiento entre ambos partidos: el rebelde y el real pues, a continuación, se produjo el cerco de Mayorga por parte de Don Juan.
La muerte, en 1321, de María de Molina contribuyó a provocar aún mayor confusión en el reino de manera que, cuando en 1325 Alfonso XI es declarado mayor de edad, accede al solio en medio de un panorama político turbio, fruto de un cúmulo de intrigas, pactos, convenios entre distintas facciones de la nobleza, promesas y alguna que otra oscura muerte.
Con una tenacidad a prueba y una gran energía el soberano recorrió sus estados sometiendo a quienes se le oponían, mostrando el mayor rigor en el castigo a todos aquellos que se resistían como en el caso de Don Juan el Tuerto que murió por orden regia. Junto a esta política férrea frente a los principales señores, Alfonso XI se vio forzado a sofocar un alzamiento de algunas de las principales ciudades del reino leonés, a saber la propia capital, Zamora, Valladolid, Benavente y Toro a las que la actitud del favorito real, Alvar Núñez Osorio, conde de Trastámara y Lemos, disgustaba en extremo. El monarca no lo dudó y, pese al enorme favor antes concedido a este ricohombre, sentenció a la pena capital al noble al tiempo que se incautaba de su patrimonio. Sin duda se iniciaba un período de recuperación a cualquier precio del poder y el prestigio real pues Alfonso XI estaba dispuesto a frenar de una vez por todas los desmanes y abusos de los ricoshombres que se resistieron a lo largo de la década de los años treinta dando lugar a varias rebeliones y enfrentamientos abiertos con la corona a menudo encabezados por Don Juan Manuel o Don Juan, señor de Lara, que buscaron apoyos incluso en el vecino reino de Portugal a pesar de los estrechos lazos de parentesco que unían a ambos soberanos, el luso y el castellano. Tras diversas incursiones y escaramuzas, la intervención del Papa y el monarca francés fraguó la paz en 1337 entre los dos estados.
La amenaza de los benimerines y la necesidad de construir un reino fuerte y cohesionado movieron el ánimo de Alfonso XI que, a través del Ordenamiento de Burgos (1338), intentó poner fin a las enemistades entre la nobleza y el trono tal y como analiza José Sánchez-Arcilla (1995).
Estas magníficas iniciativas reales de restablecimiento de la autoridad del soberano frente a la levantisca aristocracia serán socavadas, no obstante, por la propia vida privada del monarca pues, de su unión ilícita con Leonor de Guzmán, una joven viuda hija de Pedro Núñez de Guzmán y de una dama Ponce de León, nacerán varios hijos varones a los que dota espléndidamente y cuya educación, a su vera, les convierte, de facto aunque no de iure, en infantes (vease esquema genealógico de los reyes bajomedievales). Mientras en el corazón del rey gobierna Leonor, la auténtica reina, María de Portugal, con su hijo, el príncipe heredero Pedro, se ve apartada del favor de su esposo. Se comienza a gestar la guerra civil que sacudirá Castilla y León a mediados de siglo y que culminará con el advenimiento de una nueva dinastía: los Trastámara.
Alfonso XI trató, así mismo, de reforzar en aquellos aspectos que consideraba necesarios, el código jurídico de las Partidas a través del ordenamiento de las cortes de Alcala (1348) cuyo texto no sólo delimita claramente los distintos estados cuya soberanía ostenta sino, además, establece una prelación de las fuentes legislativas y consigue afirmar, de forma sólida, el poder real. Un año más tarde, en 1349, el monarca reúne cortes en León. Las peticiones de los procuradores recibieron pronta respuesta del soberano: dictó una serie de normas para evitar los abusos de los oficiales reales, tanto en la recaudación de tributos como en el devenir cotidiano, especialmente en la ciudad de Astorga. Tampoco escapan a la justicia del monarca aquellos nobles que, de forma injusta, se apropian de bienes pertenecientes a los concejos. Además, en estas cortes se solicita una merced especial del soberano: que en los diplomas expedidos por la cancillería real precede al nombre de Toledo el de León, reino que, en este momento, incluye las tierras de Asturias, Galicia, las actuales provincias de León, Zamora, Salamanca, Palencia y Valladolid casi en su totalidad y una porción de Santander amén de toda la llamada Extremadura leonesa según Anselmo Carretero (1994).
A lo largo de la década de los cuarenta se suceden las campañas cristianas contra los territorios en poder de los musulmanes dando lugar a empresas de mayor o menor fortuna como el asedio de Algeciras. Será precisamente en el sur, en concreto en el cerco de Gibraltar donde el monarca encuentre la muerte víctima como tantos otros miembros del ejército cristiano de peste, según las Crónicas de los Reyes de Castilla (1953):
“Et fue la voluntat de Dios que el rey adolescio, et ovo una landre. Et fin viernes de la semana sancta, que dicen de indulgencias, que fue a veinte et siete dias de marzo en la semana sancta antes de Pascua en el año del nascimiento de nuestro Señor Jesu Chirsto de mill et trescientos et cincuenta años”.

13.9.05

5.1.- De Fernando III a Sancho IV


Fernando III fue reconocido y aceptado por la mayor parte de la nobleza y el alto clero tan sólo algunos magnates se resisten a rendirle el homenaje debido como legítimo sucesor de Alfonso IX, entre ellos Diego Froilaz , hijo del conde leonés Froila Ramírez, que llegó a ocupar la basílica de San Isidoro para, desde ella, defender los derechos de las infantas Sancha y Dulce, hermanastras de Don Fernando. A su vez, desde su tenencia de las Torres de León, García Rodríguez Carnota se sumaba al bando de las princesas. Por un breve periodo pareció que la capital no aceptaba con agrado la sucesión pero, repentinamente, Diego Froilaz enfermó atribuyendo esta situación a un castigo divino por su rebeldía en acatar al nuevo monarca por lo que abandonó su posición de fuerza y dominio permitiendo que San Isidoro retornara a la obediencia del abad.

Pocos días después, procedente de Mansilla, Fernando III es aclamado a comienzos de octubre de 1230 como señor de León. Pactada la sucesión con sus hermanastras, a fin de evitar una posible guerra civil, el soberano comenzará su reinado visitando las tierras de la Extremadura leonesa probablemente para reconocer a un tiempo sus estados y la situación de la frontera de este reino con el Islam y Portugal pues, en Sabugal, una villa por entonces leonesa, se entrevista con su pariente Sancho II para abordar ciertas cuestiones como la devolución del castillo de San Esteban de Chaves a los lusitanos, como recoge Julio González (1983). Además de tratar estos asuntos ambos monarcas decidieron, en la medida de lo posible, coordinar sus esfuerzos frente al Islam.

Apenas si un año más tarde, el ahora soberano de Castilla y de León reinicia sus actividades bélicas por tierras andaluzas (1231, campaña de Guadalete). En 1233 caen Úbeda y Baeza al tiempo que, como en tiempos de Alfonso VII el emperador, se abre el camino del Guadalquivir.
La ofensiva cristiana prosigue, implacable, desde Portugal hasta el reino de Aragón mientras al-Andalus, se divide entre los partidarios de Aben Hut, el legítimo soberano, y de Muhammad ibn Yusuf ibn Nasr ibn al-Ahmar, que se alzará como emir independiente en Arjona y las Alpujarras dando origen a la dinastía que goberanará Granada hasta 1492: la nazarí.

El monarca musulmán Aben Hut trató por todos lo medios de negociar unas treguas duraderas con Fernando III que le permitieran ahogar la rebelión interna pero ésta no hizo sino agravarse por lo que, desde 1235, se reinician las hostilidades por parte de Castilla y León conquistando los castillos de Iznatoraf y Santisteban (1235) mientras las órdenes militares continuaban por su parte castigando la frontera. Es el momento de las grandes empresas: Córdoba y Sevilla.

A comienzos de 1235, mientras Don Fernando se encontraba en el reino de León, diversos caballeros de frontera, muchos de ellos servidores de Alvar Pérez de Castro, magnate ricamente hacendado en León, se lanzaron a una peligrosa aventura: de una cabalgada se adentraron en Córdoba y, fruto del azar, la suerte o porque así lo quiso el destino, los cristianos consiguieron adueñarse con un golpe de mano de la Ajarquía, uno de los barrios de la ciudad. Pronto el monarca recibe en Benavente la noticia de este asedio y parte desde este lugar, pese a ser invierno, en auxilio de los sitiados no sin antes pasar por Zamora y Salamanca cuyas milicias concejiles, junto con las de Toro y León, se aprestan para acudir a Córdoba donde se reunirán con otros contingentes armados cristianos entre los que se encuentra las huestes de los caballeros leoneses Pedro Ponce, Ramiro y Rodrigo Froilaz, Rodrigo Fernández, el gallego Rodrigo Gómez de Traba y el magnate asturiano Ordoño Alvarez.

EL 29 de junio de 1236, festividad de los santos Pedro y Pablo, Córdoba se entrega al poder de Fernando III a cuya repoblación convoca a todos los súbditos de sus estados que deseen acudir. Quizás uno de los episodios más conocidos de esta empresa y que atañe al reino de León por cuanto Santiago siempre ha sido su centro espiritual, fue la devolución a hombros de musulmanes de las campanas robadas por Almanzor en su razzia del 997 y que fueran llevadas a la capital del entonces Califato por cautivos leoneses y en cuya mezquita mayor sirvieron como campanas “para vergüenza del pueblo cristiano” tal y como recoge Rodrigo Ximénez de Rada (1989).

Todos los que formaron parte del ejército real y se destacaron en esta campaña serán recompensados con largueza por el monarca, entre ellos el merino leonés García Rodríguez, a quien concede la villa de Castro en Omaña, el realengo de Rio de Uimne en Luna, una heredad en Ardón y otros bienes y derechos en Brugos, tierra de Alba, entre Alcedo y Rabanal, y Conforcedo, tierra de León según Julio González (1986).

Los años que se siguen hasta la toma de Sevilla (1248) aparecen marcados por la expansión de los estados de Fernando III pues, en 1243, se anexiona Murcia y en 1246 Jaén se rinde después de un penoso y duro asedio mientras que el ahora rey de Granada, Muhammad ibn Yusuf ibn Nasr, se convierte en vasallo, por su propia voluntad, de Fernando III. En Jaén queda, ejerciendo las funciones de tenente, el magnate asturleonés Ordoño Alvarez.

En otoño de 1246 tiene lugar la primera expedición armada contra Sevilla devastando la comarca de Carmona. En la primavera de 1247, desde Jaén, Fernando III ordena la movilización de las milicias concejiles de sus estados, comenzando por las leonesas. Cantillana, Guillena, Gerena, Alcalá del Río caen en poder real: comienza el asedio de Sevilla que se prolongará hasta la capitulación de la ciudad el 23 de noviembre de 1248. Las crónicas que reconstruyen este periodo, analizadas por José Manuel Ruiz Asencio (1991) nos ofrecen una dura imagen de esta campaña:

“Mucha sangre fue en esa çerca derramada e muchas mortandades fechas, las unas, en lides, las otras, enfermedades grandes e muy grand dolençia que en esa hueste avía, ca las calenturas eran tan fuertes e de tan grand ençendimiento e tan destenplammientos que se muríen los omes de grand destenplamiento corrompido del ayre, que semejava llama de fuego, e corríe aturadamente siempre el viento, tan escalentado commo ssy de los infiernos saliese. E todos los omes andavan todo el día corriendo agua, de la gran sudor que fazía, tan bien en estando por las sonbras commo por fuera o por doquier que andavan, commo ssy en vaño estoviesen”.

En esta empresa tomaron parte entre otros nobles leoneses Fernando Suárez de Quiñones, Diego Fernández de Aller, Rodrigo Gómez de Traba, Pedro Ponce, Pelayo Pérez, Alvar Díaz de Asturias y su pariente Sebastián Gutiérrez, sin olvidar a los hermanos Ramiro y Rodrigo Froilaz, tal y como consta en la documentación regia redactada durante el asedio, y el merino mayor de León García Rodríguez, que ya fuera recompensado por sus actividades destacadas durante el sitio de Córdoba.

En mayo de 1248, unos meses antes de la toma de Sevilla, el monarca entrega a su capellán en la contienda, el obispo Pedro de Astorga, por sus “multis et magnis serbiciis et signanter pro servitio quod fecistis mihi in obsidione Hispalis civitatis” (muchos y grandes servicios, señaladamente por el servicio que me hiciste en el sitio de la ciudad de Sevilla) la Iglesia de Manzaneda en Robreda, la de Santa María de Tribes, sita en el valle del Ornia, y la de Posada como recoge Julio González (1986).

En honor de San Isidoro, protector de León, reino de su padre Alfonso IX, Fernando III elige el 22 de diciembre, fecha en la que se conmemora la traslación de los restos del beato obispo, para realizar su entrada solemne en Sevilla siendo aclamado a su paso por los presentes.
Tras nombrar una comisión se procede al repartimiento de lo conquistado premiando con donadíos –grandes propiedades- a los magnates, obispos, prelados y órdenes militares, entre ellas las leonesas de Alcántara y Santiago.

Hasta que la muerte le sorprende en Sevilla, el soberano sigue ampliando sus estados mediante conquista tal y como indican las crónicas pues ganó Jerez, Medina Sidonia, Alcalá de los Gazules, Vejer, Santa María del Puerto, Sanlúcar de Barrameda, Arcos, Lebrija, Rota y Trebujera así como el reino de Niebla del que formaban parte Gibraleón, Huelva, Saltes, Ayamonte, Alájar y Lepe, según ha estudiado el Dr. Manuel González (1991).

Mas, pese al amplio reino que legaba a su heredero, Alfonso X, hijo de su primera esposa Beatriz Hohenstaufen –vid árbol genealógico de los monarcas bajomedievales-, Fernando III proyectaba cruzar el estrecho y conquistar el norte de África pero su mala salud le llevará a renunciar a este proyecto y, sabedor de que su última hora se acercaba, ante los ojos de sus hijos, encomendar su alma a Dios. Pidiendo perdón al pueblo dijo

“desnudo salí del vientre de mi madre, que era la tierra, desnudo me ofresco della. E, Señor, rresçibe la mi anima entre la compaña de los tus siervos”.

En la madrugada del 31 de mayo de 1252 expiró en Sevilla este soberano nacido príncipe de León, llevado a unir definitivamente su reino y Castilla, monarca de quien nos ofrece una magnífica semblanza la Crónica de los veinte reyes (1991):

“Fue muy mesurado, e complido de toda cortesía e de buen entendimiento e muy sabido, e muy bravo e sañudo en los lugares donde convenía, muy leal y muy verdadero en todas cosas que lealtad e verdat deviese guardar”

Si el reinado de Fernando III aparece envuelto en un halo de gloria militar y prestigio personal, la etapa que comprende desde su muerte (1252) hasta el cambio de siglo aparece caracterizada, desde el punto de vista político, por las intrigas familiares y cortesanas que marcarán los años de Alfonso X (1252-1285), heredero del rey santo de quien recoge el Dr. Josef O´Callaghan (1996) ofreciera un historiador catalán coetáneo, Bernat Desclot, la siguiente imagen:

“fue el hombre más generoso que nunca hubo porque no había hombre o caballero o juglar que viniera a pedirle algo que fuese con las manos vacías”

pero, junto a esta hermosa descripción, añade

“su reino no valía tanto que las gentes pudieran sufrir los agravios que les hacía o los muchos malos fueros que ponía en la tierra así como monedas que cambiaba y hacía, y las tomaba forzadamente y sin razón lo que tenían. Por esto los barones de Castilla y de León y de toda la otra tierra lo desapoderaron del señorío”.

Culto, amante de la lectura de crónicas y libros de ciencia, poeta, jurista, protector de literatos e intelectuales pero mal soberano y peor gestor en un momento en el que su mala política fiscal y legal provocó el descontento de la nobleza, en el que la invasión de los norteafricanos benimerines, sus pretensiones a la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, unidos a la rebelión de su propio hijo Sancho y su misma enfermedad amargaron sus años postreros. Pero comencemos por el principio: 1252, según las Crónicas de los Reyes de Castilla (1953):

“Cuenta la estoria que despues que fue finado el rey don Fernando, alzaron rey en Castilla é en León, e fue alzado en la muy noble cibdad de Sevilla, don Alfonso su fijo... E la edad deste rey don Alfonso en treinta é dos años; e éste fue el deceno rey de Castilla e de León”.

No es fácil para un príncipe recibir el cetro de un monarca de la talla de Fernando III, especialmente si, junto a él, aguardan sus hermanos al acecho tan pronto de una merced como de una señal que les permita provocar una rebelión. El exilio del infante Enrique, a quién se unirá Don Fadrique, ambos de vida aventurera, la participación de un tercer hermano, Felipe, a la cabeza de una revuelta aristocrática en 1274, sin olvidar el último y más amargo abandono: el del príncipe Don Manuel –vid. árbol genealógico- que se suma al bando del infante Sancho cuando éste se alza contra su padre, Alfonso X, muestran la imagen de una familia real poco avenida, a la que la muerte inesperada del heredero del trono, Fernando de la Cerda, añade nuevos motivos de discordia.

Pese a todo, por encima de los problemas familiares, de sus frustadas pretensiones a recibir la corona imperial alemana, de su escaso ímpetu bélico y de su excelente capacidad intelectual y literaria, en el reinado de Alfonso X se resolvieron algunas cuestiones que afectaban directamente al territorio leonés, entre ellas, en 1264, el pleito fronterizo entre León y Portugal –Sabugal, Miño- que, además, se relacionaba con el vasallaje que debían los lusitanos al que fuera monarca de León, asunto cuya solución se materializó en la boda de una hija natural del rey sabio, Beatriz, habida e la dama leonesa Mayor Guillén de Guzmán, con el monarca portugués y la cesión al nuevo matrimonio de toda la soberanía disputada según recoge Josef O´Callaghan (1996).

Durante estos años encontramos a menudo al infante heredero Don Fernando de la Cerda vinculado a las tierras leonesas, especialmente dedicado a favorecer a quien fuera su padrino de bautismo: Martín Fernández, obispo de la sede legionense por quien siento particular afecto y que, en este momento, se encuentra inmerso en las nuevas obras de la Catedral, tal y como consta en la documentación coetánea conservada en su archivo.

La muerte del príncipe destinado a suceder a Alfonso X abre una difícil cuestión sucesoria pues el difunto dejaba dos hijos varones que, en virtud del llamado derecho de representación deberían ser considerados herederos legítimos del rey sabio, mas el derecho tradicional hacía recaer la corona en el segundo vástago del soberano: Don Sancho. Esta circunstancia inesperada, la muerte de Fernando de la Cerda, fue aprovechada con habilidad por los distintos linajes de la primera nobleza y, así, entre los apoyos del infante Sancho se encontrarán los caballeros leoneses D. Pedro Alvarez de Asturias –que llegará a desempeñar el oficio de mayordomo mayor del príncipe cuando sea proclamado monarca- y D. Fernán Pérez Ponce de León, partido al que se suman, en 1282, los obispos leoneses Melendo de Astorga, Suero de Zamora, Munio de Mondoñedo, Fernando de Tuy, Gil de Badajoz y Alfonso de Coria, que formarán una hermandad con veinticinco abades y el prior del Santo Sepulcro con la finalidad de reconocer la legitimidad de Sancho frente a su propio padre al que se acusa de injusticia y abuso de poder, hermandad a la que se unirá la formada por las ciudades de Castilla, León, Galicia, Extremadura y Andalucía y que, surgida en un momento de crisis, se revelará como un eficaz instrumento de defensa de privilegios por parte de los municipios frente al soberano y los ricoshombres tal y como se desprende de los estudios sobre la misma de los doctores Luis Suárez (1951), José María Nieto (1983) y Luis Fernández (1972)..

Detengámonos un momento en la hermandad leonesa pues acepta defender y mantener los derechos del infante a cambio de una serie de medidas como ofrecer garantías de reunión, permitir la posibilidad de ser juzgado, si así se solicitaba, cualquier leonés por el Fuero Juzgo, entre otras pretensiones.

Además de las referidas peticiones, los leoneses, en señal de unidad, adoptaron un sello en cuyo anverso figuraba un león y, en su reverso, el apóstol Santiago a caballo llevando una espada y un estandarte con esta leyenda: Seyello de la hermandad de los Reynos de Leon e de Galicia.

Abandonado por todos, incluso su esposa e hijos, Alfonso X tan sólo puede recurrir al emir de Marruecos, su enemigo, que, tras recibir en prenda la corona del rey, le presta una elevada suma y apoyo militar.

Pero la grave enfermedad del monarca, un carcinoma maxilar que le provocaba intensos dolores y deformidades faciales hasta el punto de comentar su hijo Sancho que “el rey está demente y leproso”, únicamente le permitió disfrutar de algunos años más de vida en los que, hostil a su segundogénito por su “traiçion tan grande contra nos”, procede a repartir los reinos sus estados minorando el territorio que habría de recibir la persona que se considerara con “derecho por nos heredare a nuestro señorío mayor de Castilla e de León”.

Así, al infante Don Juan que luego jugará un relevante papel en la política peninsular, cederá los reinos de Sevilla y Badajoz aunque dependientes de Castilla como vasallos además de convertirle en uno de sus albaceas testamentarios junto con la reina Beatriz de Portugal, su hija ilegítima, el arzobispo de Sevilla y el caballero leonés Fernán Pérez Ponce de León, entre otros.

Antes de morir perdonó a Don Sancho a quien, pese a sus diferencias, consideraba como “el mejor ome que avía en su linaje”. Pero el infante nunca escuchó de labios de su padre palabras de reconciliación y, años después, aún pesaba sobre su alma “la maldiçion que me dio mio padre por muchos meresçimientos que le yo meresçi”. El martes cuatro de abril de 1285, en Sevilla, fallecía Alfonso X a los sesenta y dos años de edad.

Las circunstancias políticas en las que se produce la entronización de Sancho IV (1285-1295) hacían prever no sólo problemas interiores sino, también, posibles intromisiones de Francia o Portugal en apoyo de los llamados infantes de la Cerda, pretendientes al trono de Castilla y León (vid. árbol genealógico). La búsqueda de apoyos sobre los que asentar su poder llevará a D. Sancho a confiar en un puñado de hombres, algunos de ellos leoneses, como el obispo de Astorga D. Martín que se convertirá en uno de los consejeros más cercanos del monarca, o Rodrigo Alvarez, a quien nombra Merino Mayor de León, sin olvidarnos de Fernán Pérez Ponce de León en quien confiará el soberano la educación de su heredero, Fernando IV. Su matrimonio con Doña María de Molina, hija del infante leonés Alfonso de Molina (véase esquema genealógico) le proporcionará su más sólido apoyo.

El estado de anarquía de muchos lugares de Galicia, en parte potenciado por el hecho de encontrarse vacante la sede de Compostela, así como los deseos del nuevo monarca de peregrinar a Santiago (1286) para confirmar su autoridad sobre estas tierras del Noroeste y pedir al apóstol su ayuda contra los musulmanes, llevaron a D. Sancho, que partió de Burgos, hasta Sahagún donde se detuvo para visitar el monasterio y realizar ciertos cambios en las sepulturas de sus ancestros pues, tal y como nos informan las Crónicas de los Reyes de Castilla (1953):

“falló que el rey D. Alfonso, que ganó á Toledo, ficiera aquel monasterio de Sant Fagun é de Santi Primitivo, que yacen y enterrados este rey D. Alfonso á los piés de la Iglesia, é con él la reina doña Isabel e la reina Zaida, que fueron sus mujeres; é sacólos de aquel lugar, é falló a doña Beatriz Fadrique, su primera fija que fue del infante D. Fadrique, su tío, enterrada en la capilla ante el altar mayor; é tobo que estos enterramientos que non eran convenibles, é tiró aquella doña Beatriz de aquel lugar, é púsola en otra capilla, é puso al rey D. Alfonso en aquella capilla mayor en monumento verde que fizo facer muy bueno”.

En Sahagún recibe el monarca la visita de su Merino Mayor de León y Asturias, Juan Núñez Churruchano, que denuncia ante él las intromisiones de Fernán Pérez Ponce de León, allí presente, a cuya defensa acude un vasallo asturiano del caballero llamado Juan Martínez a quien el rey, en un ataque de cólera por su atrevimiento, mata a golpes. Estos arrebatos del soberano, realmente terribles, y el creciente favor que éste dispensaba al Señor de Vizcaya, Lope de Haro, disgustaban a muchos de sus ricoshombres, entre ellos al infante Don Juan, hijo de Alfonso X, “que era muy poderoso en el reino de León”, por lo que el monarca, a petición de su consejero el obispo de Astorga, se desplaza hasta esta ciudad desde Burgos mas, al llegar a la Puente de Orbigo le salieron al encuentro, según la misma fuente cronística antes citada, su hermano Juan
“con todos los ricos omes é caballeros que avía en el reino de León é de Galicia, que eran ayuntados con él é venia mucho alborozado”.

A Don Sancho le pesaron las palabras que, en nombre de todos, le dirigiera el infante:

“Señor, estos omes buenos que aquí vienen a vos,, vos piden por merçed que tengades por bien de les oir por algunas cosas que tienen que los agraviastes, é que gelo querades desfaçer, é que tengades por bien que vos lo muestren”.

Por ello les ordeno que, puesto que el día de San Juan asistiría a misa en la Catedral de Astorga, acudieran allí para presentarle sus querellas. Una vez en Astorga delegó en el obispo D. Martín tal ingrata tarea: recibir los agravios de estos nobles leoneses contra él y que, básicamente, consistían en su desencanto por la actuación veleidosa del favorito real, el conde Lope de Haro.

Los recelos del belicoso infante, en no pocas ocasiones enemigo de la política de su hermano el rey Sancho, le llevarán a rebelarse contra éste y huir a Portugal desde donde embarcará a Marruecos para convertirse en aliado de los musulmanes cuyas campañas contra la comarca de Tarifa culminaron con el asedio de la plaza (1294) de la que era alcaide el caballero leonés Alonso Pérez de Guzmán.

Acerca de la figura de este noble de la frontera se ha tejido la urdimbre de diversas leyendas, algunas con mayor fortuna que otras, que tienden a ensalzar a un personaje ya de por si digno de alabanza y admiración que supo jugar con gran acierto su propia partida en el siempre difícil e ingrato tablero de juego de la corte.

Nacido en León hacia 1256, desde los veinte años participó activamente de las principales empresas bélicas del momento alcanzado renombre. Hasta su muerte, en 1309, Alonso Pérez de Guzmán vivirá, en palabras del Doctor Manuel González (1983) “una carrera militar que le granjeará gloria, honores y señoríos, pero también padecimientos y muerte”.

Sin duda el episodio más singular protagonizado por este caballero es la llamada gesta de Tarifa, plaza que defendió con especial valor en nombre del rey frente a los que la asediaban hasta el extremo de ver como, en un arrebato de cólera, el infante Don Juan, que se encontraba con los musulmanes, amenazaba con asesinar a su propio hijo a quien retenía en su poder si su padre el alcaide no entregaba de una vez por todas la plaza. Pero, tal y como recogen las Crónicas de los Reyes de Castilla (1953):

“don Alfonso Perez le dijo que la villa que gela non darie; que cuanto por la muerte de su fijo, que él le daria el cuchillo con que lo matase, é alanzóles de encima del adarve un cuchillo, é dijo que antes queria que le matasen aquel fijo é otros cinco si los toviese que non darle la villa del rey su señor, de que el ficiera omebaje; e el infante don Juan con saña mandó matar su fijo antél, é con todo esto nunca pudo tomar la villa”.

En premio a su hazaña, aunque ya en tiempos de Fernando IV, Alonso Pérez de Guzmán, ahora conocido por el apodo de el Bueno, será recompensado con las torres de Sanlúcar de Barrameda y otros señoríos según el Doctor Manuel González (1983).

En 1293, poco antes del asedio de Tarifa, en las Cortes celebradas en Valladolid, el monarca recibe las quejas de los procuradores urbanos que denuncian ante Sancho IV las irregularidades jurídicas que observan y los excesos notables de algunos caballeros. Por lo que respecta a los representantes de las ciudades leonesas, a petición suya se establece una nueva reglamentación en el cobro de impuestos tanto para asegurar el realengo como la protecctión de los patrimonios concejiles. Finalmente, reconocido de nuevo el derecho de los leoneses de remitirse al Fuero Juzgo en sus querellas legales, las Cortes atenderán ciertos aspectos relativos a la trashumancia, importante fuente de riqueza en los territorios del Reino de León al igual que en Castilla.
Agravada su tuberculosis, Sancho IV fallece en Toledo el martes 25 de abril de 1295. Al día siguiente, de la mano del infante Don Enrique El Senador –aquel revoltoso hijo de Fernando III ahora vuelto a la Península- y del ricohombre Juan Núñez de Lara, Fernando IV, hijo del monarca difunto y de María de Molina es proclamado rey de Castilla y León como nos ilustran las Crónicas de los Reyes de Castilla (1953).

5.- El Reino de León en Corona de Castilla Medieval. (1230-1474).

Fernando III une en 1230 la Corona de León (formada por los Reinos de Galicia, Asturias y León y el territorio de Extremadura) con la Corona de Castilla (formada por los Reinos de Castilla y Toledo, y el Señorío de Vizcaya) . Más tarde conquista y añade a su corona los reinos de Córdoba (1236), Murcia (1243), Jaén (1245) y Sevilla (1248). Los Reyes Católicos incorporarán Granada en 1492 y Navarra en 1512. Sin embargo, cada uno de estos reinos conserva su nombre y entidad, y muy especialmente el Reino de León, que conserva su pendón, sus costumbres, sus leyes y continúa siendo una entidad administrativa hasta el siglo XIX. El escudo de esta corona de reinos combina los pendones de León y Castilla. Sin embargo, la unidad de la Corona leonesa con la castellana corrió grave peligro en varias ocasiones en los convulsos años de finales del siglo XIII: el infante Juan llegó a pretender reinar sobre Galicia y León, situación que se repite en 1319. Durante todo el siglo XIII, leoneses y castellanos celebran sus respectivas Cortes por separado. En el siglo XIV comienzan a imponerse las Cortes conjuntas, pero se continuó dando ordenamientos a los concejos de León muy distintos de los de Castilla. De todas formas, se siguieron convocando Cortes por separado de forma esporádica. En 1295, 31 ciudades de los reinos de Galicia y León se organizaron en una hermandad que se reunía anualmente en la ciudad de León. Su sello incluía la figura del león del reino y una representación del apóstol Santiago a caballo. Las principales atribuciones de la hermandad fueron la administración de justicia y el mantenimiento del orden, llegando en ocasiones a usurpar las funciones de los oficiales reales. Herederos de estas agrupaciones fueron los irmandiños gallegos, que provocaron fortísimas revueltas sociales en la segunda mitad del siglo XV. Continuarán existiendo dos cancillerías, la de León y la de Castilla y cuatro notarías: León, Castilla, Toledo y Andalucía. En 1295 las notarías se reducen a dos: las de León y Castilla. En el Reino de León, durante mucho tiempo, los pleitos eran sentenciados siguiendo el Fuero Juzgo, muy probablemente en el Locus Apellationis de la Catedral. Los merinos mayores eran oficiales públicos de categoría superior en cuyas personas delegaba el rey gran parte de su autoridad. Tuvieron competencias muy amplias sobre todo el reino leonés. Ya aparecen documentados en el siglo XII, y Fernando III los estableció por separado en León y en Castilla, y, más tarde, en Galicia y en Murcia. El Adelantamiento Mayor del Reino de León sustituyó a la correspondiente Merindad Mayor, aunque poco a poco vio cómo se iba reduciendo el territorio sometido a su jurisdicción, hasta que en el siglo XV quedó limitado a los límites de la actual provincia de León, y algo más de la mitad norte de la de Zamora. Asturias fue desgajada del Adelantamiento del Reino en el año 1402. Su sede era itinerante aunque a mediados del siglo XVII acabó agregándose al Corregimiento de la ciudad de León.

12.9.05

4.5.- La unión definitiva con Castilla

La separación de Alfonso IX de sus dos esposas por orden papal no creó, sin embargo, ningún problema sucesorio hasta 1214 pues en el heredero, Fernando, hijo de Teresa de Portugal (vid esquema genealógico de la Casa de Borgoña), recaía toda la legitimidad dinástica quedando relegado a un segundo lugar su hermano homónimo, Fernando, hijo de Berenguela de Castilla.
La muerte del primero de estos dos infantes, Fernando, hijo de Teresa, en agosto de 1214, reabre la cuestión pues, mientras, en Castilla se educaba el otro vástago varón del rey de León, ciertamente implicado en los asuntos de este territorio donde la muerte de Alfonso VIII y la sucesión de Enrique I, un niño cuya tutela se convirtió en objetivo prioritario del linaje Lara hasta el punto de enfrentarse con la regente Berenguela y de buscar una alianza con León a través de una propuesta matrimonial que no llegó a fraguar y que habría supuesto el alejamiento del trono del futuro Fernando III: el desposorio de Enrique I de Castilla y Sancha, hija de Alfonso IX y Teresa de Portugal, considerada por muchos caballeros leoneses como la legítima heredera del monarca, anteponiendo sus derechos a los del nieto de Alfonso VIII.
La muerte inesperada de Enrique I forzó al leonés a replantearse el fruto de la corona pues, a principios de julio de 1217, Fernando, hijo de Alfonso IX, es proclamado nuevo monarca de Castilla en Valladolid. Su padre, consciente de cómo al final ambos estados, separados en 1157, terminarán por unirse en la cabeza de su hijo, trató vanamente de encontrar una fórmula que permitiera la independencia de León pero demasiados intereses comunes, Alfonso IX lo sabía, enlazaban los dos territorios y, además, tal y como le recordaba constantemente el Papa Honorio III, Fernando III estaba reconocido como su sucesor en el trono “según la costumbre del reino” tal y como recogen Luis Suárez y Fernando Suárez (1993).
El fallecimiento del soberano leonés aconsejó la entrada del ahora rey de Castilla en los estados paternos donde, salvo algunos nobles como Diego Froilaz o Rodrigo Fernández “El Feo” que apoyaban los derechos de las infantas Sancha y Dulce, tanto los magnates como la mayoría de los obispos y los representantes de las ciudades le aceptaron y aclamaron, en octubre de 1230, como nuevo señor de León.
Antes de finalizar el año, se reunieron las dos mujeres de Alfonso IX: Teresa de Portugal y Berenguela de Castilla, en Valencia, proponiendo un acuerdo que será aceptado y firmado el 11-diciembre-1230, en Benavente, por el que las infantas Sanchas y Dulce renuncian al trono en beneficio de su hermanastro a cambio de una generosa renta anual y otras prebendas patrimoniales. Dos reinas de León consiguieron la paz y la unidad (J. GONZÁLEZ (1980), I: 255 y ss).
En 1217 el heredero de Alfonso IX recibía la corona de Castilla, trece años más tarde unía ambos estados de nuevo. Así el destino quiso que un príncipe leonés se sentara en el trono castellano y que el rey de Castilla sucediera en el territorio de León.

En 1204, año en el que el matrimonio de sus padres fue anulado por Roma, al futuro San Fernando parecía reservarle la historia un papel secundario, incluso comprometido pues su padre ya tenía un sucesor varón y para el nieto de Alfonso VIII de Castilla se pactó, únicamente, un extenso patrimonio entre ambos reinos pero supeditado siempre al monarca leonés.La muerte de dos príncipes: Fernando de León y Fernando de Castilla y de un rey, Enrique I, unidas a la renuncia de una soberana, Berenguela, condujeron hasta las gradas del trono al hombre destinado a unificar la herencia del emperador Alfonso VII: Fernando III, señor de Castilla primero y de León después.

10.9.05

4.4.- León, reino independiente: Reyes privativos de León: Fernando I y Alfonso IX.

La voluntad de separar en dos sus estados no respondía sólo a los deseos del emperador de ofrecer una mejor respuesta militar ante los almohades sino, esencialmente, a un reconocimiento definitivo de dos identidades territoriales distintas una compuesta por León, que comprendía Galicia y Asturias, la segunda Castilla, dentro de la que quedaban incluidas las Vascongadas, Rioja y Toledo según Luis Suárez y Fernando Suárez (1993). Dos reinos diferentes, sin duda, pero cuya existencia de manera independiente apenas si sobrevive 73 años pues la comunión de intereses, un pasado extenso compartido y un modelo político similar condenaban al entendimiento a dos estados poderosos en manos de una misma dinastía, cuya aristocracia mas que puramente leonesa o castellana, a pesar de sus vinculaciones patrimoniales en uno u otro territorio, no duda en servir a aquel de los dos monarcas que mejor defienda sus intereses privados. Castilla y León, de no haberse unido en la persona de Fernando III, hijo del leonés Alfonso IX, en 1230, compartían demasiados intereses, tantos que, si se nos permite tejer una historia de cada estado independiente, todas las premisas nos reconducen a una búsqueda final de la unidad, más tarde o más temprano, similar a la unificación de Castilla y Aragón en tiempos de los RRCC, descendientes también, como los soberanos de León y Castilla en este periodo, de un mismo tronco real y cuyos modelos políticos presentaban más puntos en común que divergencias.
Un testamento, el de Alfonso VII, separa ambos territorios, varias muertes desafortunadas convierten a quien estaba llamado a suceder en el trono de León, Fernando IIII, en rey primero de Castilla. El destino de los hombres, sin duda, no se puede predecir.
El reinado de Fernando II
El segundo hijo varón de Alfonso VII y su primera esposa Berenguela de Barcelona –vid. esquema genealógico de la Casa de Borgoña- nació en 1137. Su educación fue encomendada al conde Fernando Pérez de Traba, el principal magnate gallego del momento, que compartiera tiempo atrás la titularidad de Portugal con la infanta Teresa de la que fue segundo marido. Hijo de Pedro Froilaz, el antiguo ayo del propio emperador, encauzará los primeros años del príncipe de la misma manera que Gutierre Fernández de Castro se ocupará de los de su hermano primogénito el infante Don Sancho.
La Crónica del Emperador Alfonso (1997) recuerda esta crianza real en un fragmento del Poema de Almería que recoge la llegada de las tropas gallegas que formaban parte de la hueste del rey:
la sigue el valiente gran señor Fernando, / atemperando con diligencia regia los privilegios gallegos. Estaba respaldado por la tutela del hijo del emperador. Si vieses a éste, pensarías que ya era rey” .

La muerte de Alfonso VII (1157) y el cumplimento de su última voluntad convirtieron a Fernando en señor de León aunque la desconfianza le lleva a presentarse rápidamente en la capital “temiendo que se le adelantara su hermano Sancho”, según el cronista Rodrigo Ximénez de Rada (1987), para arrebatarle su herencia. A la ciudad acude también el monarca portugués, Alfonso Henríques, para ratificar los acuerdos existentes entre ambos estados. Los dos soberanos acatan la situación previa aunque, años después, perfilarán algunos aspectos o aclararán ciertas cuestiones fronterizas entre León y Portugal en opinión de Vicente Alvarez (1996).

Las relaciones con Castilla, sin embargo, han quedado en parte enrarecidas por el recelo de Fernando II a quien las intrigas y resquemores de cierto sector nobiliario contra algunos miembros de la curia, como el conde Ponce Giraldo de Cabrera, del linaje catalán de los señores de Ager, vizcondes de Urgel y Cabrera, tenente de Zamora, Sanabria y otras mandaciones zamoranas durante el reinado de Alfonso VII, de quien fue, además, mayordomo. El fracaso de este magnate al intentar, sin éxito, sofocar la revuelta conocida como el “motín de la trucha”, en Zamora, provocó su destitución y su cese al frente de los territorios en los que actuaba, desde la etapa del emperador, como delegado real. Esta supuesta animadversión de Fernando II le llevan a extrañarse a Castilla cuyo soberano, Sancho, prestó oídos a las quejas amargas del conde. Este y otros problemas, principalmente motivados por el reparto de esferas de influencia territorial, llevarán a ambos hermanos, Fernando y Sancho, a reunirse en Sahagún el 23 de mayo de 1158 para discutir todas aquellas querellas que les enfrentaban, buscando, así mismo, iniciar una política común, en la medida de lo posible, en lo tocante a las grandes cuestiones peninsulares, acuerdo que fue ratificado por escrito en un tratado. En virtud de este pacto se comprometen a sucederse un príncipe a otro si alguno fallece sin herederos directos, a repartirse Portugal, cuya división queda encomendada al leonés, a colaborar como aliados contra todo aquel adversario que desafíe a uno de los dos reinos, excepto en el caso del conde de Barcelona, tío de ambos soberanos. Así mismo dividen los territorios musulmanes sin conquistar estableciendo qué parte correspondería a cada estado reservándose para León la zona comprendida entre Niebla y Lisboa así como la mitad de las tierras sevillanas según Vicente Alvarez (1996). En cuanto a la querella que enfrentaba a Fernando II y el conde Ponce, Sancho de Castilla, en cuya corte buscara refugio el magnate, pide a su hermano, palabras que recoge Rodrigo Ximénez de Rada (1987) que
“puesto que nuestro padre dividió el reino entre nosotros, estamos obligados a repartir no sólo las rentas, sino también las tierras entre los nobles, vos a los vuestros y yo a los míos, con cuya ayuda nuestros antepasados no sólo conquistaron la tierra perdida sino que además rechazaron a los árabes. Devolvedle, por tanto, sus feudos al conde Ponce...y no hagáis caso de las habladurías”.

La muerte prematura del rey de Castilla (1158), que deja el trono a un niño de tres años, Alfonso VIII, cuya tutela se disputan los dos grandes linajes castellanos del momento: Lara y Castro, unidos a ciertos problemas con el rey de Portugal, cuya soberanía amenazaba el Tratado de Sahagún, fuerzan a Fernando a centrar sus intereses políticos en las cuestiones fronterizas. La minoría de su sobrino, a quien reconoce como sucesor en el solio castellano, unida a su primacía respecto a Portugal cuyo monarca necesita del leonés para garantizar la estabilidad del limes, le llevan a considerarse, tal y como aparece en diversas intitulaciones diplomáticas coetáneas, “Fernando, rey de España”, hegemonía teórica, perdida a la muerte de Alfonso VII la vieja dignidad imperial leonesa, que le lleva, en la práctica a repoblar Ciudad Rodrigo y Ledesma para impedir que una posible alianza Castilla y Portugal cerrase la expansión leonesa al sur (véase el mapa). Esta actividad le enfrentó con los salmantinos que se consideraban perjudicados pues Ciudad Rodrigo se estructuró territorialmente, tras la repoblación,a costa de parte de tierras de éstos, y con Portugal cuyo monarca, con el apoyo de Salamanca, saquea Ledesma e invade las comarcas norteñas de Limia y Toroño, como recoge Vicente Alvarez (1996). De tal manera que, según recuerda Rodrigo Ximénez de Rada (1987),

“en pocas ocasiones estuvo el rey Fernando en paz con el rey de Portugal”,
lo que no evita que, en 1165, poco después de haber ratificado su alianza y amistad con el monarca navarro Sancho VI, en abril de ese mismo año, en Pontevedra, Alfonso I y Fernando II firman un acuerdo, el Tratado de Lerez, de mutuo respeto y reconocimiento asentado sobre las bases del matrimonio pactado del leonés y Doña Urraca, hija del soberano Portugués, de cuya unión en 1171, en la ciudad de Zamora, nacerá el sucesor: Alfonso IX.
Por las mismas fechas Fernando II renuncia a la regencia, en la práctica no ejercida, de su sobrino Alfonso VIII de Castilla quedando este reino en manos de los Lara y sus adversarios Castro, linajes éste que pasará al servicio de León y terminará por vincularse a la propia Casa Real por matrimonio al desposar Fernando Rodríguez de Castro con Estefanía, hija ilegítima de Alfonso VII. Algunos años más tarde la viuda de Nuño Pérez de Lara, Teresa Fernández de Traba, seguirá esta pauta de comportamiento y desposará con el propio rey leonés a cuya sombra protectora se educara esta rama de la Casa de Lara: los hijos del conde Nuño Pérez.
El equilibrio existente entre los reinos cristianos peninsulares permite a Fernando II reemprender las acciones bélicas iniciadas por su padre contra los cada vez más poderosos almohades. En 1166 los esfuerzos militares leoneses se centran en la conquista de la gran fortaleza de Alcántara, casi inexpugnable, cuyo gobierno fue entregado a un vasallo suyo: el conde de Urgel Armengol.
Abandonado Toledo, de nuevo en poder castellano tras su fugaz tenencia por León, olvidadas sus pretensiones a la regencia de Alfonso VII, en 1168 Fernando II encarga a Fernando Rodríguez de Castro que entable negociaciones y selle una alianza firme con los musulmanes norteafricanos, con los almohades, que le permita tres años de paz fronteriza en los que pueda dedicarse plenamente a labores de gobierno interior y respecto a los reinos de Castilla y Portugal. Las primeras medidas le enfrentarán con su propio suegro, Alfonso Henríques, pues el monarca luso, que ocupaba indebidamente ciertas comarcas gallegas, no duda en asaltar Badajoz (1169), plaza fuerte en poder musulmán pero que entraba en los territorios de expansión de los leoneses por lo que, con rapidez, Fernando II toma la ciudad, derrota al portugués a quien, herido, apresa, y pacta con su aliado musulmán un acuerdo por el que la ciudad, aunque con guarnición ismaelita, le presta juramento de fidelidad. La prisión de Alfonso Henríques permitió al leonés resolver las cuestiones fronterizas entre ambos desde una posición de fuerzas y establecer una serie de condiciones óptimas para Fernando II que recuperará la obediencia del obispado de Tuy, las tierras de Toroño (Galicia) y una serie de plazas en la Extremadura como Montánchez, Trujillo, Montfrag o Santa Cruz. En 1170 el rey de León se convierte, en palabras del Dr. Luis Suárez (1993), en “el más fuerte entre los peninsulares”. Ese año, 1170, se establece oficialmente la “Congregación de los fratres de Cáceres” bajo la protección del apóstol Santiago a quienes D. Fernando entrega la ciudad de la que toman su nombre para garantizar la defensa de estas tierras de manera similar a los fratres de Pereiro que aseguraban la comarca de Trujillo. En 1171 el arzobispo de Compostela era aceptado en esta primera congregación santiaguista cuyo maestre, a partir de entonces, pasa a ser considerado un canónigo más de la sede del apóstol. Las relaciones entre ambas entidades, orden militar y obispado, permiten, junto al favor real , el despegue definitivo de los caballeros que pasarán a ser conocidos como “Orden militar de la Caballería de Santiago de la Espada” la cual, bajo el estandarte protector del apóstol, se convierte en la fuerza de choque del reino leonés en palabras de Derek Lomax (1965) y José Luis Martín (1974).
Los almohades, convertidos en el principal factor desestabilizador del limes, reinician los ataques a la frontera cristiana. Fernando II acude en 1171 a la defensa de Santarem, plaza de su suegro el soberano portugués, apoyo que le cuesta la ruptura de su alianza y tregua con los norteafricanos y la pérdida, en 1174, de Alcántara y Cáceres y las tierras al sur del Tajo viéndose obligados los cristianos a rechazar la embestida musulmana en Ciudad Rodrigo. Detenido el avance almohade, la situación de la frontera leonesa cuando menos podría calificarse como delicada pues, en apenas unos años, Fernando II había perdido todas las posiciones que con tanto trabajo consiguiera a lo largo de su etapa de gobierno.
Los distintos juegos de alianzas entre los monarcas peninsulares obedecen, durante estos años, básicamente, a los intentos de estabilización de la frontera. Si los roces de León con Portugal son habituales, la presión castellana en Tierra de Campos y la cuestión del Infantado de Valladolid enfrentaban a ambos estados. Fernando II cada vez menos interesado en el Infantado, que en justicia pertenece a su sobrino Alfonso VIII, se ocupará de reforzar el poblamiento interior del territorio leonés. Repoblación y concesión subsiguiente de fueros a Mansilla, Benavente y Mayorga de Campos.
Por fin, el 21 de marzo de 1181, los dos soberanos, tío y sobrino, se reúnen en Medina de Rioseco para convenir un acuerdo fronterizo entre ambos estados cuyo limes, del Cea al Tajo, se establece tomando como modelo el creado a la muerte de Alfonso VII y que será definido en su trazado por magnates de las dos curias regias aunque fue necesario organizar una segunda comisión que analizara la situación de algunos pueblos en disputa y de la que formaban parte los caballeros leoneses Fernando Rodríguez y Pelayo Tabladelo. El 1 de junio de 1183 se firma el Tratado que ratifica el acuerdo tomado por ambas partes y que recibe el nombre de Fresno-Lavandera por los respectivos lugares donde se encontraban los monarcas de León y Castilla cuya autoridad sancionó el pacto que recoge Julio González (1943). Como una cláusula más Fernando II se compromete a no renovar sus treguas con los musulmanes como paso previo a un reinicio de las hostilidades por parte de los reyes cristianos.
En 1183 el monarca leonés asedia Cáceres sin éxito. La repuesta almohade no se hace esperar más y un gran ejército, instalado en Badajoz, se dispone a atacar la frontera. La alianza entre Fernando II y el soberano portugués desbarata los planes ismaelitas en Santarem, notable victoria cristiana debida más a la confusión de las tropas árabes que a la habilidad bélica de la coalición según Ambrosio Huici (1956).
Sin embargo la mayor dificultad de los años finales del reinado de Fernando II no fueron ni los almohades ni los problemas con Castilla o Portugal sino un asunto de corte más familiar pero que afectaba directamente a la sucesión al trono. De su primer matrimonio con Urraca, hija de Alfonso Henríques de Portugal –véase árbol genealógico de la Casa de Borgoña-, nació en Zamora (1171) el infante Alfonso a quien, pese a la anulación del matrimonio de sus padres (1175), se le reconocía a todos los efectos legales su carácter de hijo legítimo apareciendo en numerosos documentos regios asociado a la figura paterna. El segundo enlace del monarca leonés con la dama gallega Teresa Fernández de Traba (1178), viuda de un conde de la Casa de Lara, hija de su ayo Fernando de Traba, no supuso ningún perjuicio para el joven Alfonso a quien en ningún momento su madrastra discutió su condición de heredero. La muerte de ésta (1180) facilitará el ascenso de una noble castellana, hija del señor de Vizcaya, primero al tálamo real, más tarde al trono: Urraca López de Haro, sobrina de Fernando Rodríguez de Castro. De sus relaciones ilícitas nacerán dos hijos: García, muerto al poco tiempo, y Sancho (1184) a quien el matrimonio posterior de sus padres (1187) legitimaba de tal manera que este infante se convierte, de cara a los cada vez más poderosos e influyentes Castro y Haro, en el sucesor de Fernando II en detrimento de los derechos de Alfonso, cuya situación en la corte leonesa se vuelve más que difícil para el príncipe verdaderamente insostenible forzándole a huir y refugiarse junto a los Traba, la principal Casa nobiliaria gallega, los únicos capaces de garantizarle a un tiempo seguridad y apoyo hasta que pueda buscar en Portugal el auxilio necesario, junto a la familia de su madre, para conservar su herencia. Sin embargo la muerte de Fernando II (Benavente, 22-enero-1188) alteró sus planes iniciales. La ahora reina viuda Urraca de Haro trató de ocultar, para ganar tiempo, el cadáver del monarca mientras su hijastro, que se intitula ya rey, consigue rescatar el cuerpo y lo traslada, cumpliendo la última voluntad del difunto, a Santiago de Compostela donde será inhumado. El siguiente paso, después de ser reconocido en su dignidad por la mayoría de la nobleza, que no simpatizaba con la causa de la soberana, fue convocar una Curia Extraordinaria en León que se celebró en la primavera de 1188 en la que, por primera vez en la Historia de Europa, se convoca a algunos miembros electos de las principales ciudades del reino para discutir ciertos asuntos esenciales para el devenir del reino.
Alfonso IX (1188-1230), último rey privativo de León
“A la muerte del rey Fernando le sucedió su hijo Alfonso. Fue este hombre piadoso, valiente y benévolo”.

Así describe el arzobispo de Toledo Don Rodrigo Ximénez de Rada (1987) al último monarca leonés, padre del unificador de este reino y Castilla: Fernando III. Lucas de Tuy (1926), por su parte, aporta el siguiente retrato del soberano:
“Era de rostro noble, elocuente, generoso, de gran fortaleza física, diestro en el manejo de las armas y muy firme en su fe católica...Nunca fue vencido en el campo de batalla permaneciendo siempre victorioso en las guerras que sostuvo frente a cristianos y a sarracenos. Pero la extraordinaria fortaleza de que hacía gala no era incompatible con una gran clemencia, y ello, siempre que alguien fuera capaz de inclinarle al lado positivo, hacía que estuviese a abandonar la ira y a ser misericordioso olvidando los malos consejos”.

La reunión de las primeras cortes de la Historia con presencia del estamento urbano sirvieron al ahora monarca para mostrar todo su poder a los seguidores de la reina viuda y su hijo el pequeño infante Sancho Fernández pero no pudieron impedir que los familiares de Urraca de Haro, que ocupaban algunos de los principales oficios de la curia leonesa, se pasaran al servicio del rey de Castilla con todas sus tenencias y mandaciones, circunstancia que propició un apoyo singular a Alfonso VIII cuando éste reforzó su dominio sobre la Tierra de Campos mediante la ocupación de Valencia de Don Juan, aunque tal invasión no encendió el fuego de una nueva guerra entre ambos estados, sino una posición de fuerza del castellano en un momento de transición para nuestro reino lo que no impidió que el heredero de Fernando II fuera respetado, incluso confirmado, en su legitimidad por su primo el señor de Castilla, cesando, de esta manera, los apoyos a la reina viuda, Urraca de Haro, y sus parientes cuyos señoríos pasaron a formar parte del patrimonio de la dama.

Superados estos problemas dinásticos, armado caballero Alfonso IX por el soberano de Castilla, se inicia una política de reconciliación, incluso de acercamiento entre ambos príncipes que desembocará, años más tarde, en el matrimonio del sucesor de Don Fernando y una hija de Alfonso VIII. Este actitud conciliadora, que tantas ventajas hubiera reportado para la causa cristiana en sus enfrentamientos con los almohades, se vio enturbiada por los recelos y suspicacias que la unión de los dos reinos más poderosos de la Península despertaba en Portugal, Aragón y Navarra de tal manera que Alfonso IX necesitó de toda su habilidad para sobrevivir y preservar íntegro y fuerte el territorio recibido de su padre. Esta búsqueda sucesiva de alianzas se plasmó en los matrimonios del monarca: primero con Teresa, hija del soberano portugués (1191), de la que se ve forzado a separarse por imperativo de Roma en 1194 y de cuya unión nacieron tres hijos: Sancha, Dulce y Fernando (vid árbol genealógico de la Casa de borgoña); el segundo con Berenguela (1197), vástago primogénito de Alfonso VIII de Castilla de quién tendrá al príncipe llamado por el destino a sucederle: Fernando III y a Don Alfonso de Molina, ente otros (vease el esquema genealógico borgoñón).
La amistad entre León y Portugal se amplía al reino de Aragón con el objetivo prioritario de impedir a cualquier precio que el monarca castellano impusiese su autoridad a los demás soberanos como una prueba evidente más de su hegemonía peninsular. Acuerdo frente al poderoso que también le comprometía a respetar las zonas de expansión sureña de cada uno de los estados compromisario según Julio González (1944).
El temor de la Iglesia frente al Islam llevará al Papado a enviar una legación a Hispania para lograr un acuerdo entre los reyes cristianos contra los musulmanes, pacto que conllevará, para un mejor entendimiento entre los monarcas, la devolución mutua de algunas plazas en litigio reservándose el cardenal Gregorio, legado de Roma, la facultad de arbitrar en estas disputas cuya resolución, plasmada en el Tratado de Tordehumos (1194), fuerza a Alfonso VIII a devolver al leonés los castillos de Alba, Luna y Portilla, los lugares de Santervás y Villavicencio y aquellas fortalezas que los Haro, al extrañarse a Castilla, aportaron a esta corona con su vasallaje. El acuerdo, al que se suma Portugal, y en el que se contemplan la recuperación para León de los castillos entregados en arras a la reina Teresa –cuyo matrimonio con Alfonso IX acaba de ser anulado- obliga a las partes a su cumplimiento al menos por un plazo de diez años tal como estudió Julio González (1944).
Durante este periodo el rey de León supo cohesionar un estado fuerte y poderoso capaz de permitir el ascenso de nuevos grupos oligárquicos urbanos, como uno más de los pilares sobre los que, en adelante, se asentará la monarquía, y de reprimir cualquier intento por parte de la nobleza de romper este nuevo modelo político, social e institucional. Años éstos y los que se siguen al cambio de siglo en los que la repoblación interior adquiere un ritmo acelerado, actividad “colonizadora” que se ejemplifica en la fundación del puerto de La Coruña (1208) junto a la Torre del Faro, Villanueva de Sarria o Triacastela, todos en Galicia, de repoblación en El Bierzo, especialmente en torno al Camino de Santiago y sus ramales como Bembibre (1199), de nacimiento de Puebla de Sanabria (Zamora), sin olvidarnos de otros lugares de la Extremadura leonesa que sirven a Don Alfonso para consolidar la frontera tanto con los almohades como respecto a Portugal y Castilla según el Dr. Carlos de Ayala (1996). Proceso de reorganización territorial que, a menudo, aparece acompañado por la concesión paralela de fueros. Política activa, revitalizadora, la del monarca que, en palabras del Dr. Ayala (1996):
“supo combinar, desde el principio, su decidida defensa del realengo con una no menos encendida posición favorable al equilibrado mantenimiento de la integridad jurisdiccional de los grandes dominios señoriales. De ello no sólo dependía la paz social del reino, sino el propio pacto feudal sobre el que se asentaba la monarquía...en consonancia con esta nueva sensibilidad real, fue cuando se generalizó la generosa compensación indemnizadora como fórmula adecuada para combatir la conflictividad señorial...el rey mantenía el realengo e incluso lo incrementaba y, al mismo tiempo, satisfacía los conculcados derechos señoriales con participaciones en rentas, en ocasiones, hasta entonces inexistentes, y con iglesias a cuya propiedad, habida cuenta de los reformistas tiempos que corrían, tarde o temprano habría tenido que renunciar “.

La integridad fronteriza y la consolidación de las estructuras institucionales y político-administrativas de León, como se puede observar, siempre constituyeron el objetivo prioritario de Alfonso IX para quien la lucha contra el Islam ocupó un lugar relativamente secundario. El poder almohade y la falta de entendimiento con Castilla, que busca en más de una ocasión la alianza con Portugal, forzó al rey de León a buscar un pacto estable con los musulmanes para asegurar la paz del limes sureño y frenar la coalición entre Alfonso VIII y el soberano luso, unión de fuerzas que permitirá al leonés contar con apoyo norteafricano en una incursión por la Tierra de Campos castellana que le llevó hasta Carrión y Villalázar de Sirga y que le costó la excomunión por parte del Papado amén de la cumplida venganza de Alfonso VIII que, con el beneplácito y el refuerzo militar del monarca aragonés, se adentra en tierras de León y toma Castroverde enviando, después, una expedición a Astorga y atacando, a continuación, Puente Castro (1197), población ésta que fue saqueada e incendiada mientras muchos de sus habitantes se veían condenados al cautiverio.
Frente abierto con Castilla al que se sumará una segunda herida en el limes leonés, en esta oportunidad en las tierras del Miño donde ataca Sancho de Portugal, que aprovecha la bula papal en la que se condena a Alfonso IX por su amistad con los musulmanes, para conseguir sus propios objetivos de la misma manera que el rey castellano vuelve a utilizar Castroverde como base de operaciones para su nueva incursión por las tierras leonesas pues, desde allí, subirá hasta Ardón, atravesará Benavente, saqueará Alba de Aliste y se moverá a su placer por la Extremadura.
Evidentemente el mayor peligro para la estabilidad peninsular no era el poder almohade sino la discordia entre los monarcas cristianos que llevará a negociar el matrimonio entre Alfonso IX y la primogénita del rey de Castilla, Berenguela, como paso previo a una paz duradera pues la infanta recibirá los lugares en disputa, sitos en la Tierra de Campos, que le serían entregados por su padre, y veintinueve castillos en concepto de arras ofrecidos por su esposo. Boda concertada sin dispensa (1197) cuyo objetivo se cifraba en conseguir descendencia de esta unión capaz de acercar a León y Castilla como única fórmula eficaz de solucionar los viejos conflictos fronterizos. Mientras de este matrimonio, condenado por Roma, anulado definitivamente en 1204, nacerán los infantes Fernando, Constanza, Berenguela y Alfonso, la ex reina Teresa de Portugal veía como sus propios hijos eran lenta pero firmemente alejados de la sucesión creándose el germen de un difícil problema sucesorio.
Por estas fechas Alfonso IX recuperaba las fortalezas de Aguilar y Monteagudo, en la montaña oriental leonesa, en poder hasta entonces de los Haro, linaje, recordemos, de su madrastra Urraca, viuda de Fernando II, reabriendo los viejos problemas con esta estirpe.
Las conversaciones con el Papado no llegan a buen término y, aceptado el final de su matrimonio con la infanta castellana, que pudo apaciguar las tensiones entre León y Castilla, ambos monarcas, los dos Alfonsos, se reunen en 1206 en Cabreros del Monte cerca de Villafrechós para tratar de la herencia del príncipe Fernando, hijo mayor varón habido de la unión de Alfonso IX y Berenguela, que, por acuerdo de los dos monarcas, pasaría, dada su condición de heredero legítimo, a recibir un extenso señorío si su hermano homónimo, nacido del leonés y Teresa de Portugal (vid árbol genealógico de la Casa de Borgoña), recibía como parecía lógico el cetro paterno, y, en caso de que este infante falleciera, Fernando hijo de Berenguela heredaría el trono de León, como de hecho así sucedió.
Por lo que respecta a la expansión del reino frente al Islam, la victoria de una coalición cristiana –de la que no formó parte el leonés demasiado comprometido entonces en asuntos portugueses- en las Navas de Tolosa (1212), apenas si un año después de la consagración de la nueva basílica de Santiago de Compostela, unida a la muerte violenta del califa almohade permiten al monarca de León la expansión longitudinal de sus estados con un mínimo de seguridad. El proyecto de Alfonso IX, tras el asedio fracasado de Cáceres (1218), no era otro sino alcanzar el Guadiana y controlar la Calzada Guinea, es decir, la Vía de la Plata, que abría las puertas de Sevilla. En 1227, por fin, Cáceres pasa a poder leonés tras su conquista, empresa en la que tomaron parte destacada las órdenes militares de Alcántara y Calatrava. En 1230 se ocuparon Montánchez, Mérida, Badajoz y Elvas. León acaba de permitir el paso cristiano a Sevilla.Después de la conquista de Badajoz el rey Alfonso IX decidió peregrinar a Compostela para agradecer el apoyo de Santiago en estas campañas victoriosas pero la muerte le detuvo en Villanueva de Sarria (Lugo), el 24 de septiembre de 1230.

6.9.05

4.3.- Urraca y Alfonso VII: el Imperium leonés

La muerte de Alfonso VI dejó a León al borde de una crisis profunda marcada no sólo por la sucesión femenina del monarca, pues aunque es la primera ocasión en la etapa medieval hispana en que una dama hereda un cetro y ejerce la potestas regia, nadie en los estados cristianos del norte discute su legítima condición de heredera. En efecto, los últimos años de Alfonso VI, condicionados por este problema, también lo están por la herida abierta en la frontera con la invasión norteafricana que obligó al rey a reorganizar sus fuerzas y plantear una nueva política peninsular. Sin embargo, pese a que algunos cronistas coetáneos, especialmente el autor de la Historia Compostelana y los escribas aragoneses se ensañen en el carácter frívolo y voluble de la nueva señora de León, lo cierto es que, en buena medida, la soberana recibe una situación creada durante la etapa precedente y su condición de mujer, dentro de una sociedad como la leonesa del s. XII profundamente masculina, contribuye a agudizar la crisis potenciada por las luchas entre las distintas facciones nobiliarias, las pretensiones separatistas de una ambiciosa infanta, su hermanastra Teresa de Portugal –vid. esquema genealógico-, la absorvente y ávida de poder figura de Alfonso el Batallador, segundo esposo de la reina, y los brotes de rebelión burguesa que estallan en Sahagún y Compostela, son todos ellos factores que sentencian un difícil momento histórico realmente de transición entre dos monarcas de la talla de Alfonso VI y su nieto Alfonso VII.

El reinado de Doña Urraca

Nació la infanta en 1080, hija de la segunda esposa de su padre, Constanza de Borgoña, dama que contribuyó a ceñir los lazos ya existentes entre León y Francia.

La muerte sucesiva de varios vástagos del monarca leonés, que ni siquiera llegan a la adolescencia, la convierten a menudo en potencial heredera del soberano, circunstancia que marcará los años previos a su entronización.

En 1087 desposó, siendo una niña, con el conde Raimundo de Borgoña, recibiendo el nuevo matrimonio el condado de Galicia, donde se instalarán los nuevos cónyuges creando una corte paralela a la imperial aunque, por supuesto, a menor escala, y en la que destacan los nombres de Pedro Froilaz de Traba, que será designado ayo de Alfonso Raimúndez, hijo de ambos esposos nacido en 1105, o Suero Vermúdez, magnate cuyos intereses patrimoniales, a caballo entre Asturias y Galicia y su lealtad a la infanta le convierten en un personaje de primer orden cuando ésta acceda al trono.

La muerte de Raimundo de Borgoña, que dejaba dos hijos, Sancha y Alfonso, y la del infante heredero Sancho (Uclés, 1108), forzaron al emperador a buscar un marido adecuado a la princesa, un hombre de su misma dinastía, capaz de conseguir el respeto de los caballeros cristianos y de los enemigos musulmanes, unas manos firmes en las que poder dejar sus estados. El elegido fue Alfonso I de Aragón, a despecho de varios magnates castellanos como Gómez González o Pedro González de Lara, que pretendían ocupar a un tiempo el tálamo real y el trono.

El compromiso ideado por el propio Alfonso VI antes de morir aparece condicionado por tres cláusulas:
1.- Alfonso I entregará en dote a su esposa diversas plazas fuertes y castillos en dominios, es decir, en Navarra y Aragón.
2.- Uno y otro compartirán la soberanía con su cónyuge en sus propios estados: el Batallador será reconocido como rey en León y Castilla y Urraca, a su vez, en Aragón y Navarra.
3.- Finalmente, en previsión de una posible descendencia del matrimonio, los hijos habidos con Raimundo de Borgoña quedaban relegados a un papel secundario en Galicia en detrimento de sus derechos a la sucesión de León y Castilla según los Dres. César Alvarez y Gregoria Cavero (1996).

Probablemente el emperador acarició el sueño de ver reunidos en las manos de un varón de su estirpe todos los reinos cristianos peninsulares.

Previa a su matrimonio, la coronación de la nueva soberana reunió en León a los principales magnates del momento desde los castellanos Gómez González o Alvar Fáñez, dux de Toledo, hasta el gallego Pedro Froilaz pasando por el asturiano Suero Vermúdez o los leoneses Froila Díaz y Pedro Ansúrez, ayo de Doña Urraca. Junto a ellos, y como si con su actitud quisieran marcar su postura leal a la monarca, los obispos de León, Astorga, Oviedo, Palencia, Toledo, Salamanca, Tuy, Osma, Mondoñedo e, incluso, Compostela. Personaje este último que, en palabras de Manuel Recuero (1993), pronto se distinguirá por mantener su propia hábil línea política a caballo entre Urraca, el Batallador y Alfonso Raimúndez buscando, ante todo y sobre todo, satisfacer su ambición.

En los meses que siguieron a la entronización y hasta los esponsales con el aragonés en otoño, la reina confirma los fueros y los privilegios otorgados por sus predecesores, especialmente a la sede legionense, manifestaciones legislativas que responden a un deseo de continuidad con respecto a su predecesor en el solio según Manuel Recuero (1993).

Los malos augurios que, al decir de las crónicas sahaguninas, acompañaron al desposorio se materializaron en forma de rebelión cuando algunos de los más representativos magnates gallegos, entre ellos el propio Gelmírez, prelado de Compostela, se agrupan en torno a Pedro Froilaz de Traba que justifica su alzamiento en defensa de los intereses de su pupilo Alfonso Raimúndez a quien las malditas y excomulgadas bodas relegaban a un papel menor en la política. Alfonso I atacó a los rebeldes en defensa de los intereses de su esposa, asolando a su paso por Galicia diversos territorios vinculados a la Casa de Traba, represeión ferrea de un desafio a la autoridad real que, por su violencia, aumenta las diferencias que ya por entonces separaban a ambos cónyuges pues Urraca, al fin reina propietaria de la comarca atacada, no podía desoir las quejas amargas de los gallegos frente a un marido del que una resolución de la Santa Sede le obligaba a separarse tal y como recogen de forma detallada César Alvarez y Gregoria Cavero (1996).

Talante cruel y despiadado el del monarca aragonés, en palabras de José María Lacarra (1978). que provocó tantas rupturas matrimoniales con Urraca como reconciliaciones momentáneas con la reina. Finalmente clero, nobleza y burguesía deciden adoptar sus propias posiciones: la mayoría de los hombres de Iglesia al lado de la soberana de León o su hijo –tal es el caso frecuente de Gelmírez de Compostela-, la nobleza, escindida en dos mitades, en función de sus intereses, se inclina por ambos esposos de tal manera que en el territorio castellano se reconoce, ante todo, la autoridad del Batallador y no de Urraca, mientras que la élite laica asturleonesa y algunos linajes castellanos como los Lara apuntalan el trono de la reina; por su parte el pequeño Alfonso Raimúndez contaba con gran número de partidarios entre los magnates gallegos y, entre tanto, los condes de Portugal, la infanta Teresa y su esposo Enrique de Borgoña, juegan con maestría una partida que terminará su hijo Alfonso Henriques cuando sea reconocido como monarca independiente de Portugal. Por lo que respecta a los burgueses, en Compostela y Sahagún protagonizarán varios de los episodios más tristes de esta etapa.

En la villa cegense protegida, mimada por los reyes de León, a la que otorgara fueros Alfonso VI, última morada de los padres de Doña Urraca, estalla un foco de rebeldía que es reflejo fiel de las tendencias existentes entre el cada vez más poderoso núcleo franco que buscará la alianza y apoyo de Alfonso de Aragón, y los monjes y abad de Sahagún a los que se unen los que las crónicas anónimas que recogen estos hechos denominan los hombres buenos, es decir, los no francos, que forman parte decidida de los fieles de la reina. Entre 1112-1116, especialmente 1115-1116, se suceden los momentos de violencia en la villa. Saqueos, robos, torturas, asesinatos crueles, ataques al monasterio, expulsión del abad, desmanes propiciados por la actitud beligerante del Batallador dispuesto a mantener su autoridad indiscutible desde Aragón hasta Sahagún.

Será necesaria la intervención papal para que la villa retorne a la calma y vuelva a control del monasterio y a la obediencia de la soberana leonesa. Durante una curia celebrada allí (1116) Urraca confirma sus privilegios. Un año después, en el concilio de Burgos, aún se recuerdan estos episodio turbulentos como expone Bernard F. Reilly (1982).

Por su parte, y por las mismas fechas, tratando de deshacer el sistema de alianzas de Galicia, la reina enfrenta a los Traba con Gelmírez y a los ciudadanos de Compostela con su señor al conceder al concejo ciertos privilegios en detrimento del poder del obispo. Separados los lazos que unían a estas poderosas fuerzas: nobleza-alto clero-burguesía de Galicia y conseguida de esta forma una entente cordial con su hijo Alfonso Raimúndez, que no se romperá hasta su muerte, la soberana puede afrontar con mayor capacidad de reacción los asuntos concernientes a la parte castellana de sus estados donde actúa con total impunidad su marido Alfonso de Aragón. Sin embargo la presión de Teresa, titular del condado portucalense, fuerza a Urraca a reencontrarse con Gelmírez, ahora su aliado circunstancial, en quien recaen los odios del concejo de Compostela que desea, al igual los burgueses de Sahagún respecto al abad, su alejamiento del gobierno de la villa. Los ciudadanos y el bajo clero de Compostela obligan a la reina, cuya autoridad en principio nadie discute, a optar por uno de los dos bandos en lucha. La soberana se inclina a favor de Gelmírez cuya defensa le lleva a sufrir una de las mayores vejaciones jamás soportadas por un monarca leonés pues, así aparece en la Historia Compostelana (1994):
“cuando la turba la vió salir, se abalanzarón sobre ella, la raptaron, la cogieron y la echaron en tierra en un lodazal, como lobos y desgarraron sus vestidos...también muchos quisieron lapidarla y entre ellos una vieja compostelana la hirió gravemente con una piedra en la mejilla...finalmente la reina, con los cabellos desgreñados, el cuerpo desnudo y cubierta de fango, escapa y llega a la misma iglesia en la que se escondía el obispo pero sin saber nada de él” .

Tamaña afrenta no quedó sin venganza y, no mucho tiempo después, los principales cabecillas de la revuelta son expulsados de la ciudad y ésta vuelve a manos de Diego Gelmírez cuyo poder se fortalece en la misma medida en la que la figura de la soberana fue humillada.

A partir de 1117, superados estos dramáticos momentos, firmada una tregua con Alfonso I, centrado por entonces en la expansión territorial por el Ebro de sus propios estados, Urraca puede reemprender sus actividades como monarca acompañada de su hijo Alfonso Raimúndez, su más firme colaborador en las empresas reales, y por el conde Pedro González de Lara, de cuya relación nacerán dos vástagos: Elvira y Fernando Furtado -personajes de los que nos hemos ocupado en un estudio anterior sobre la nobleza leonesa (1998)-, además de por un grupo de magnates de la órbita asturleonesa entre los que se cuentan Suero Vermúdez, Pedro Froilaz, Ramiro Froilaz y los principales obispos del reino.

A partir de 1120 asistimos a una pérdida progresiva de su poder y un avance paralelo del prestigio e influencia de Alfonso Raimúndez entre cuyos más firmes aliados, además de los Traba, se encuentran Diego Gelmírez y el propio Papa Calixto II, tío del infante. La colaboración estrecha entre madre e hijo se manifiesta en una neutralización, tal vez pactada, de algunos de sus valedores gallegos –los Traba- a quienes la monarca confisca parte de su patrimonio y encarcela, y un incremento del protagonismo de Alfonso Raimúndez en los territorios leoneses y castellanos según Bernard F. Reilly (1982).

Esta cooperación en las tareas de gobierno, que busca ante todo facilitar el relevo en el trono, permiten a Urraca disfrutar de la paz necesaria para ocuparse de potros asuntos internos y externos. Con su hermanastra Teresa establece la frontera del condado portucalense en valle del Miño (1122), lo que facilita la estabilidad de la zona, por el oeste, aunque Alfonso de Aragón continúe arogándose la potestad imperial de forma ilegítima, la conquista leonesa de Sigüenza (1124) refuerza la frontera oriental del reino mientras la rivalidad de las dos grandes sedes del momento, la primada de Toledo y la poderosa Compostela, se evidencia en varios concilios como el celebrado en Valladolid en 1124 con ocasión de la llegada del cardenal Deusdedit.

Poco después, el 8 de marzo de 1126, fallece la reina en el castillo de Saldaña, tenencia cuyo nombre se asocia, a menudo, al de Pedro González de Lara, el caballero que compartió desde un discreto segundo plano los avatares vitales de doña Urraca. Enterrada en San Isidoro de León, al día siguiente de su muerte, Alfonso Raimúndez, ahora Alfonso VII, asume las funciones reales aunque sus primeros años, al igual que los de Urraca, aparezcan ensombrecidos por diversas complicaciones internas, no pocas de ellas protagonizadas por la levantisca nobleza.

Años duros, difíciles los del gobierno de Urraca una de las figuras más controvertidas de nuestra historia medieval, etapa que, haciendo nuestras las palabras de los Dres. César Alvarez y Gregoria Cavero (1996), podemos caracterizar así:

La cambiante y permanente perturbación nobiliaria bien castellana, leonesa o gallega; la intriga soterrada o manifiesta de los principales elementos del clero del Reino en pos de lograr un mejor posicionamiento personal y de sus abadías, diócesis o archidiócesis; y la anarquía a la que los burgueses y campesinos de varias villas y ciudades someten a la sociedad feudal, son elementos identificadores de los diecisiete años en que doña Urraca rige los destinos del Reino de León y Castilla".

Es cierto, no obstante, que el panorama resumidamente descrito, tiene entre sus elementos positivos el que viene marcado por la fuerte influencia ultrapirenáica, consolidado con Alfonso VI, y que se manifiesta a un ritmo creciente durante el reinado de Urraca: la casa ducal de Borgoña, la poderosa Cluny y la propia Roma son sus tres ejes. Los personajes protagonistas están unidos por lazos de parentesco: Raimundo de Borgoña, Urraca, Alfonso Raimúndez y Calixto II. De ellos destaca el futuro Emperador, intérprete y actor principal de los años centrales de la duodécima centuria”.

Alfonso VII: el Imperium leonés

La fortuna nos permite reconstruir el reinado de este nuevo soberano contando para elllo con una fuente singular coetánea, redactada por un testigo ocular de muchos de los acontecimientos que narra: la Chronica Adefonsi Imperatoris, la crónica del emperador Alfonso, traducida al castellano por Maurilio Pérez (1997). En ella se recoge la ceremonia con la que, muerta Urraca, los leoneses acogen a su sucesor:

“vino por inspiración divina a la ciudad de León, desde donde se gobierna el reino...el obispo Diego con todo el clero y el pueblo salió con gran gozo a su encuentro como al de un rey lo proclamaron rey en la iglesia de Santa María el día acordado y sacaron el estandarte de su rey con el protocolo reglamentario”.

Si durante el periodo anterior asistimos a un desafío casi constante de la autoridad regia por parte de algunos miembros del alto clero, la nobleza y los burgueses, sin olvidar la guerra abierta con el Batallador, los primeros momentos del nuevo monarca, aunque nadie discuta sus derechos sucesorios, aparecen marcados por la oposición real o latentes de ciertas estirpes cuyas bases de poder realmente se gestan en el reinado anterior. Entre ellos, sin duda, destacan los Lara y Traba, especialmente dos de sus miembros: los condes Pedro González de Lara, antiguo amante real, y Fernando Pérez, hijo de Pedro Froilaz de Traba, que, a la muerte de Enrique de Borgoña, se unió sentimentalmente a la infanta Teresa con la que gobernará el territorio portucalense. Junto a estos personajes las crónicas y los diplomas coetáneos rememoran ciertos episodios turbulentos en los que parte de la nobleza de origen asturiano y leonés se levanta en rebeldía contra el nuevo soberano. Pedro Díaz desafía al monarca desde la fortaleza de Valle de Mansilla (1130) y el conde Gonzalo Peláez mantendrá en jaque a Alfonso VII, entre 1132 –1134, desde sus tenencias asturianas de Tudela, Proaza, Buanga y Alba de Quirós, como recoge Elida García (1975) y

“mientras sucedía esto, el rey tomó una concubina por nombre Gontroda, hija de Pedro Díaz y de María Ordóñez, muy hermosa y del muy noble linaje de los asturianos y tinianos; tuvo de ella una hija llamada Urraca”

según la crónica del emperador Alfonso (1997), circunstancia que, unida a otras, llevó a su padre Pedro Díaz de Valle, el antiguo rebelde, y a su esposo Gutierre Sebastiániz a seguir, camino del destierro, a su pariente Gonzalo Peláez cuando éste se extrañe a Portugal donde se encuentra su antiguo yerno Fernando de Traba, según estudiamos recientemente (1998) .

Estos episodios precedidos por el desplante de los hermanos Lara, Pedro y Rodrigo, entre 1129-1130, que termina con la muerte del primero en combate singular a manos del conde de Tolosa Alfonso Jordán en el cerco de Bayona (1130) y la peregrinación a Tierra Santa, de donde retorna para luego volver definitivamente, de Rodrigo González, tras caer en desgracia ante Alfonso VII, se cierran en 1134.

Si los asuntos internos ocuparon los primeros años del monarca, tampoco se desentendió el joven príncipe de los problemas políticos y territoriales en Castilla que le enfrentaban con su padrastro el rey de Aragón.

En 1127 el leonés recupera Burgos, Carrión y garantiza su soberanía en Tierra de Campos. Ese mismo año la firma de las Paces de Támara le permite recobra el uso del título imperial arrebatado por el aragonés y cuya utilización, enraizada en la estirpe real leonesa, le confería cierta superioridad sobre los demás príncipes cristianos peninsulares en palabras de Manuel Recuero (1996).

La muerte del Batallador en 1134, dejando un reino sin otro heredero que las órdenes militares, causa un gran desasosiego entre sus vasallos que llevarán al trono de Aragón a su hermano Ramiro y al de Navarra a García Ramírez.

Los deseos imperiales del rey de León, que busca conseguir un reconocimiento a su autoridad superior por parte de los demás príncipes cristianos y musulmanes de la Península, permite la creación de un engranaje, al que se suman algunos señores del Midi, entre cuyas piezas se cuenta su cuñado Ramón Berenguer IV de Barcelona, señor consorte de Aragón, García Ramírez de Navarra, sus primos Alfonso Henriques de Portugal y Alfonso Jordán de Tolosa, Armengol de Urgel y otros grandes de Gascuña sin olvidarnos del rey ismaelita Zafadola. Consecuencia directa de este modelo político potenciado por el leonés, deseoso de recuperar la hegemonía hispánica de su abuelo, será la coronación imperial del monarca el día de Pentecostés de 1135 cuando, en el segundo día del concilio convocado para tal fin en León, tal y como recoge, minuciosa, la crónica de Alfonso VII (1997):

“los arzobispos, los obispos, los abades, todos los nobles y plebeyos y todo el pueblo se reunieron de nuevo en la iglesia de Santa María junto con el rey García y la hermana del rey, tras recibir el consejo divino, para proclamar emperador al rey, puesto que el rey García, el rey de los musulmanes Zafadola, el conde Raimundo de Barcelona, el conde Alfonso de Tolosa y muchos condes y duques de Gascuña y Francia le obedecían en todo. Vestido el rey con una excelente capa tejida con admirable artesanía, pusieron sobre su cabeza una corona de oro puro y piedras preciosas y, tras poner el cetro en sus manos, sujetándole el rey García por el brazo derecho y el obispo de León Arriano por el izquierdo, junto con los obispos y abades le condujeron ante el altar de Santa María cantando el “Te Deum laudamus” hasta el final y diciendo: “¡Viva el emperador Alfonso!”. Y tras darle la bendición, celebraron la misa siguiendo la liturgia de los días festivos. Después cada uno regresó a su tienda. Por otra parte, mandó celebrar un gran convite en los palacios reales, y los condes, nobles y duques servían las mesas reales. Y el emperador mandó también dar cuantiosos donativos a los obispos y abades y a todos y distribuir entre los pobres numerosas limosnas de vestidos y alimentos”.

Esta solemnidad imperial, pese a reunir a los principales señores hispanos y del Midi y celebrarse en el seno de un concilio en cuyas disposiciones queda perfilado el programa de actuación y gobierno del monarca ahora emperador, no siempre alcanzó los resultados apetecidos y esperados desde el punto de vista político. A este respecto resulta claramente significativa la actitud de Alfonso Henriques, hijo de la infanta Teresa, cuyo vasallaje siempre más teórico que práctivo le llevará a negociar con Alfonso VII, en Zamora (1143), el reconocimiento de su título real sobre las tierras portuguesas. Poco después los lazos jurídicos que unían a estos dos príncipes se rompen al ofrecer el lusitano al Papa el juramento y la ligazón vasallática que antes le vincularon con León.

Como en el caso de Castilla un territorio vinculado a la corona de León termina con el tiempo por asentar su independencia y adquirir carácter propio.

Por lo que se refiere a la política seguida respecto a los musulmanes hispanos, la crónica del emperador nos ofrece jugosas noticias de algunas de las principales campañas del monarca a quien la decadencia del otrora poderoso imperio almorávide le permite reempreder el esfuerzo militar de sus ancestros. En 1133 saquea los territorios de Córdoba, Carmona y Jerez en una serie de rápidas campañas, en 1136 cae Ciudad Rodrigo, dos años después, durante el asedio de Coria fallece su favorito, el conde Rodrigo Martínez, en 1139 ataca Oreja que conquista antes de volver a asaltar Coria, finalmente tomada en 1143. Será en esta década cuando asistamos, como respuesta a la entrada de los almohades, la tercera invasión norteafricana de la Península, a las más sonoras empresas bélicas del soberana: Almería (1147) de la que conservamos un espléndido Poema que describe, generoso en detalles, los distintos contingentes militares, los caudillos del ejército leones, antes de narrar las conquistas de Andújar, Baños, Bayona y Baeza, cuyo gobierno delegado encomienda a Manrique Pérez de Lara –hijo de Pedro González de Lara-, además de informarnos de la participación foránea –francos, catalanes, pisanos y genoveses- en esta singular empresa que concluye con la toma de la ciudad mediterránea. Veamos la estampa que, a los ojos del poeta, ofrecía hueste leonesa y su comandante, según la crónica del emperador (1997):

“la florida caballería de la ciudad de León, / portando los estandartes irrumpe...Esta ocupa la cima de todo el reino hispano...las leyes de la patria se regulan según su parecer; con su ayuda se preparan guerras sumamente crueles. / Como el león supera a los demás animales en reputación, así ésta supera ampliamente a todas las ciudades en honor. Desde antiguo existió esta ley: suyos son los primeros combates. Sus distintivos, que protegen contra todos los males, están en los estandarte y en las armas del emperador; / se cubren de oro cuantas veces se llevan al combate. El contingente de los moros se postra a la vista de estos y, aterrorizado, no es capaz de hacerles frente en un terreno reducido. Como el lobo persigue a las ovejas, como la ola del mar contiene a los leones, así esta luz aniquila a los ribeteados ismaelitas. / Tras ser consultada de palabra en primer lugar la corte de Santa María, una vez concedido el perdón de los pecados según la costumbre de los antepasados, (aquella) flamígera espada avanza con los estandartes desplegados y su intrépida combatividad ocupa la tierra entera...A éstos les sigue el conde Ramiro, admirable entre los de su clase, prudente y afable, con inquietud por la salvación de León. Notable por su belleza, descendiente de estirpe real, es amado por Cristo al observa el gobierno de las leyes. En todo momento cumple las órdenes del emperador / con vigilante cuidado, a quien sirve esmeradamente...protegido también con la fortaleza de los buenos, diestro en las armas, todo lleno de amabilidad, influyente en el consejo, ilustre por su justo gobierno; precede a todos los obispos en el séquito de los reyes, / y sobrepasa a sus iguales, juzgando los aspectos extremos de las leyes. ¿Qué más decir? Sus derechos son superiores a todos. Nadie siente pereza en servir a semejante conde”.

Si bien Almería es un hito en la política expansionista de Alfonso VII, los avances almohades en la Península, especialmente por las tierras del Algarve y Badajoz, llevan al monarca a buscar la alianza del rey Aben Mardanix, señor de Murcia, conocido como “el rey Lobo”, y marcar con Aragón las zonas de la futura expansión de León y Castilla (Tratado de Tudején, 1151). Finalmente, y pese a los esfuerzos realizados para defender Almería, la plaza terminará cayendo, poco antes de la muerte de Alfonso, en manos almohades.

Tal vez para evitar querellas dinásticas entre los hijos varones del primer matrimonio del monarca, con Berenguela de Barcelona –vid esquema genealógico de la Casa de Borgoña-, Sancho y Fernando, o, quizás, para asegurar la estabilidad interior de dos grandes núcleos territoriales de intereses comunes pero no idénticos, Castilla y León, el rey Alfonso decidió dividir sus estados, partición ratificada en el concilio de Valladolid de 1155, con el apoyo de la nobleza de uno y otro estado. Según este pacto sucesorio para Sancho, el primogénito, quedaba reservada Castilla cuya frontera con León, que corresponderá a su segundogénito Fernando, atraviesa Tierra de Campos pues Sahagún pasa a engrosar las tierras castellanas mientras Toro y Zamora permanecen en poder leonés según Manuel Recuero (1993).

Sentenciada la división de los dos reinos, el primer monarca de la llamada Casa de Borgoña, padre de dos soberanas de Navarra, Urraca y Sancha, de la de Francia, Constanza, emperador hispano, señor del más poderoso estado de la cristiandad peninsular, fallece Alfonso VII en Fresneda el 21 de agosto de 1157.

Culmina con su muerte la etapa de gloria y esplendor iniciada en tiempos de su abuelo Alfonso VI. Ambos comparten una misma dignidad y acariciaron un sueño hermoso y fugaz: ser, verdaderamente el Imperator totius Hispaniae.