Historia de León

7.8.05

3.5.- Expansión y Declive: de Ramiro II a las Revueltas Nobiliarias de Bermudo II

Tras este breve y poco destacado periodo de gobierno de Fruela y los dos Alfonso, con Ramiro II el Grande (931/932-951) nos adentramos en uno de los momentos más brillantes de la historia del reino de León.

Enlazado familiarmente con las grandes dinastías condales gallegas, forjado como estratega en la frontera portuguesa, será precisamente en esta comarca donde contaba con excelentes apoyos, en la que se forje una imagen legendaria del príncipe como infatigable guerrero y excepcional caudillo, cualidades éstas que le llevarán a considerar como tarea urgente la necesidad de fortalecer la franja castellana a la que sucesivos ataques de Abd al-Rahman al-Nasir fustigarán sin piedad y una de cuyas razzias alcanza San Esteban de Gormaz donde la habilidad del soberano y su ejército consiguen desbaratar la hueste andalusí, victoria que no impide que, en el 934, los ismaelitas reemprendan sus campañas, de nuevo, por la frontera oriental leonesa acometiendo la plazas de Osma y Burgos, el condado de Alava, Pamplona incluso, sin olvidar en su particular cuenta el entonces principal monasterio de la órbita territorial castellana: Cardeña.

De nuevo atenderá la llamada de su conde Fernando González y, otra vez, su empresa es coronado por la diosa de la victoria al recibir la sumisión del emir de Zaragoza, humillación que enfureció de tal manera al califa de Córdoba que llamó a la guerra santa a todos los combatientes por la fe en una guerra que los cálamos andalusíes denominaron no sin cierto orgullo la Gazat al-Kudra, campaña del supremo poder, que cristalizó en las inesperadas derrotas musulmanas de Simancas y Alhandega (939), efímeros aunque no por ello menos representativos hitos en el avance y consolidación de la frontera cristiana pues facilitaron la repoblación de salamanca, Ledesma, Ribera, Baños, Abandega, Peña y otras plazas señeras del valle del Tormes.

Los años inmediatos trajeron consigo la paz en forma de una tregua (941) a la que quedaron vinculados los Beni Gómez, el conde Fernando González y los Ansúrez, entre otras grandes estirpes condales leonesas. Tal vez esta pausa no deseada de las lucrativas empresas bélicas de estos señores de frontera, o, quizás, alguna otra causa oculta, llevó a Diego Muñoz, conde Saldaña, cabeza de la Casa Beni Gómez y principal autoridad en el territorio definido por los ríos Carrión-Pisuerga, y a Fernando González, conde de Castilla, a desafiar el poder real pues, según las crónicas, recogidas por Jesús E. Casariego (1985):

“gobernaron ilegalmente en contra del rey y señor Ramiro e incluso llegaron a urdir una guerra (rebelión contra él). Pero el rey, fuerte y prudente, los arrestó, a uno en León y a otro en Gordón, y los encarceló encadenados” mas ”pasado un tiempo y bajo juramento dado al rey, salieron de la cárcel”.

No dejó, empero, sin castigo a los rebeldes pues durante una temporada aparecerá el señor de Monzón, un Ansúrez, sustituyendo al rebelde conde Fernando en Castilla. Después del matrimonio pactado entre la hija de Fernando González, Urraca, y el heredero de Ramiro II, Ordoño, el castellano recupera sus mandaciones aunque, retomando el modelo de gobierno delegado en un miembro de la Casa Real, Ramiro envía a su segundogénito, Sancho, a Burgos, sin duda para afianzar la tambaleante lealtad del magnate y romper sus posibles negociaciones con la vecina navarra a la que este noble se encontraba vinculado por matrimonio pues, no en vano, el infante Sancho aparece a los ojos del monarca como el más apropiado mediador pues es hijo de de una princesa de Pamplona. Para completar la red de alianzas otra hija del conde castellano desposará al primogénito de Diego Muñoz de Saldaña. Así quedaban entrelazadas por cercanos lazos de parentesco con el trono las casas nobiliarias más poderosas del reino de León, evitándose, al menos en potencia, los conflictos de estas dos estirpes tan pujantes como ambiciosas. El sucesor, Ordoño Ramírez –futuro Ordoño III- a través de su madre, Adosinda Gutiérrez, entronca con las más linajudas casas condales gallegas cuya lealtad quedaba de esta manera relativamente garantizada y, merced al matrimonio con la hija de Fernando González, también la solidaridad de los señores de la frontera oriental de León. De este enlace se puede deducir la necesidad imperiante de la monarquía de buscar en el seno de la primera nobleza, los apoyos imprescindibles para asegurar el trono y conservarlo para sus sucesores. Comienza una etapa de pérdida progresiva de la potestas regis y una creciente tendencia, entre las filas de la aristocracia condal, a considerar al monarca como un primus inter pares, el primero si, pero entre sus iguales, tensa relación que estalla a partir de la coronación de Ordoño III (951-956) quien, desde el mismo instante de su unción, sufre el acoso de su hermanastro Sancho Ramírez, aliado de circunstancias de Fernando González, enturbiando un reinado que, si nos basamos para nuestra caracterización en la victoriosa y rentable para León campaña de Lisboa (955), parecía destinado a ser recompensado con notables éxitos. Esta necesaria atención hacia los asuntos castellanos, forzada por la altanera actitud del infante y su aliado ofrece a las grandes casas gallegas, alejadas de los problemas políticos en los que se verá inmerso el joven monarca en la parte oriental del reino, la posibilidad de crear el entramado de alianzas y fidelidades que permitirá al conde Jimeno Díaz, primo del propio soberano, alzarse en rebeldía con el apoyo de los miembros más destacados de su clientela familiar obligando a Ordoño III a dominar por las armas la revuelta (955) y devolver la paz a la hasta entonces tranquila pars occidentalis de León, tal vez invocando para ello los lazos de sangre que le unían a las estirpes magnaticias galaicas. De regreso a la capital la noticia alarmante de un nuevo ataque por la comarca de San Esteban de Gormaz y la angustiosa petición de ayuda del conde castellano a su señor motiva al soberano a una rápida movilización de su ejército que consigue una victoria tan rotunda que reafirma por si sola la situación de dependencia real de Fernando González respecto al monarca leones, como en otras ocasiones hemos manifestado (1996).

Su fallecimiento inesperado, en el 956, mientras preparaba en Zamora una nueva empresa militar, abre una auténtica crisis sucesoria pues, al morir, deja como único heredero a un niño de corta edad, el infante Vermudo Ordóñez, apartado de la sucesión por Sancho Ramírez, ahora Sancho I (956-958, 959-966), iniciándose un largo periodo de espera para el príncipe que se educará en tierras gallegas al amparo del obispo de Compostela y de su propia familia hasta que, 26 años después, en el 982, surja la posibilidad de recuperar el trono de sus mayores.

Sancho I el Craso, hijo del segundo matrimonio de Ramiro II el Grande –vid árbol genealógico de los reyes de León-, aparece descrito en las crónicas musulmanas como hombre vano, orgulloso, belicoso, a pesar de la confianza que su padre depositara en él tras la crisis del 944 cuando recibe el gobierno delegado de Castilla junto a Fernando González quien, a partir de ese instante, despliega toda su capacidad política para convertir al joven infante en una marioneta en sus ambiciosas manos. Desde su coronación en Compostela se inician unos años de auténtico caos en los que el reino de León sufrirá las consecuencias de la cada vez más poderosa nobleza, buena parte de la cual, encabezada por el conde de Castilla y su nuevo títere real, Ordoño IV, se opone a la autoridad del legítimo monarca que se ve obligado a refugiarse en Navarra junto a su familia materna que, haciendo valer sus lazos cercanos de sangre con el propio califa de Córdoba –véase el esquema genealógico “relaciones entre las dinastías reales cristianas y la dinastía Omeya”- de quien consiguen su decidido apoyo mientras, día a día, aumenta el número de los partidarios de Sancho a la par que decrece el de los de su oponente.

La filiación del nuevo soberano, Ordoño IV (958-959), ha sido objeto de múltiples debates pues para unos es hijo de Alfonso Fróilaz, nieto por tanto de Fruela II, mientras que para la mayoría y ésta es la hipótesis actualmente aceptada, nació de Alfonso IV el Monje pues, en fechas tan representativas como el 936 el mismo se califica en varios escatocolos documentales de “prolis domni Adefonsi regis”, hijo del rey Alfonso, en un momento en el que aún se mantiene vivo el recuerdo del monarca monje, circunstancia que nos lleva a considerar como probable que el joven príncipe se educara al lado de su tío Ramiro II. Pero, aunque su regia estirpe parecía destinarle a brillar en la corte, lo cierto es que sin el interesado apoyo de Fernando González jamás hubiera abandonado el discreto lugar que ocupaba en la curia. El castellano, desencantado probablemente con el matrimonio entre Sancho I y Teresa Ansúrez de Monzón –vástago de su antiguo sucesor en el condado tras la revuelta del 944-, desposó al infante Ordoño con su hija la reina Urraca, antigua mujer de Ordoño III, legitimando de esta manera un poco más si cabe sus derechos a la corona al relacionarle con el predecesor de Sancho en el solio a través de su viuda.

El inesperado retorno de Sancho I, con el abierto apoyo andalusí y navarro, fuerza a abandonar la capital para refugiarse en Asturias a Ordoño IV quien, más tarde, escapa a Castilla en busca de la esperada protección de la familia de su mujer y donde se conserva la ficción de su reinado hasta el año 961. Las últimas noticias del príncipe le sitúan en Córdoba a donde acudió en busca de asilo y donde se pierde la memoria de Ordoño IV llamado por los cristianos el Malo, apodado por los musulmanes al-Jabit, en dialecto bereber el Traidor, cuyo nombre ha sido preservado, por un curioso azar del destino, en una de las joyas bibliográficas leonesas: la Biblia Mozárabe de San Isidoro.

Entramos, así, en una nueva fase del reinado de Sancho I radicalmente distinta de la anterior pues, afianzado en el trono con apoyos foráneos sólidos, esta circunstancia le permite plantear un serio intento de recuperación del poder real que le conducirá a notables enfrentamientos con la aristocracia gallega, cada vez más apartada del linaje real –recordemos que Sancho es hijo de una navarra y esposo de una dama de Monzón-, gestándose, en estos años, un nuevo desafío a la corona cuya pretensión no era otra que la búsqueda de la primacía en las tierras del noroeste por parte de los dos principales linajes condales. Este enfrentamiento, al que Sancho intentará poner fin, culmina con el envenenamiento del soberano a manos del dux Gonzalo Muñoz, conde de Astorga, reabriendo la cuestión sucesoria que tan sólo la fuerte mano de la única hija superviviente de Ramiro II, la infanta-monja Elvira Ramírez, contribuye a cerrar pues garantiza con su figura los derechos al trono de Ramiro III, hijo del difunto Sancho, que es tutelado por la princesa y su madre. Es decir, apuntalan el trono la legitimidad dinástica que representa Elvira y el poder de los Ansúrez de Monzón (Margarita Torre (1996)).

Cuatro grandes acontecimientos marcarán el reinado de Ramiro III (966-985): los años de regencia de su tía la infanta Elvira Ramírez, los ataques normandos a Galicia, las campañas de Muhammad ibn Abu Amir Almanzor contra León y, finalmente, la guerra civil que le enfrentará a su primo Vermudo Ordóñez, candidato de la aristocracia galaico-portuguesa, que será coronado en Compostela el 982.

A lo largo de la minoría real, la mano firme y decidida de Elvira Ramírez consigue preservar la autoridad de su sobrino Ramiro oponiéndose, incluso, a la levantisca nobleza condal cuya lealtad consigue mantener aunque no evita que los principales magnates de León envíen de forma totalmente independiente de la corona sus propias embajadas a Córdoba como la de Gonzalo Muñoz, el regicida conde de Astorga, que advierte al califa de la llegada a Galicia de los normandos que habían saqueado a su placer las tierras entre el mar y el Cebrero, donde son detenidos por el conde Guillermo Sánchez, caballero de origen pirenáico aunque al servicio del monarca leonés que pasará a la leyenda con el nombre de Guillén. Rechazados, prosiguen sus campañas desde Oporto remontando el Duero hasta convertir la Tierra de Campos en objeto de sus rapiñas. Allí muere defendiendo las tierras de su rey el conde Fernando González (971) tal y como nos lo indican los Anales Complutenses.

Pero si el emisario del magnate asturicense advierte de la amenaza vikinga, otras embajadas cristiananas enviadas por los condes de Monzón, Castilla o Saldaña, sin olvidar las de los magnates gallego como Rodrigo Velázquez, o las de Fernando Flaínez, presentan sus respetos en la corte califal entre el 971-973 según estudiara Emilio García Gómez (1967). Tampoco la corona es ajena a este cambio de impresiones con al-Andalus aunque no por ello debemos obviar el papel preponderante de la aristocracia capaz de establecer todo un tupido tejido de relaciones paralelas a la monarquía de la que dependen.

Un error de cálculo debido a una no muy bien calibrada acción militar provoca un nuevo estallido bélico en la frontera leonesa de Castilla donde García, hijo de Fernando Gónzález, conde como el por deseo de Ramiro III de Castilla, ataca la fortaleza de Deza para, a continuación, con el apoyo de su señor, el joven rey de León, y la colaboración en la hueste real de sus vecinos condes de Saldaña, los Beni Gómez, y Monzón, los Ansúrez, auxiliados por el soberano navarro, asediar el castillo de San Esteban de Gormaz (975) acaudillados por la infanta regente y el monarca-niño. La habilidad de las tropas califales desbarató la empresa que pasó como una de las más estrepitosas derrotas cristianas y cuyas consecuencias inmediatas se centraron en los saqueos musulmanes por el sector castellano del limes leonés iniciados por el generalísimo Galib y más adelante continuados por su yerno Muhammad ibn Abu Amir, una excepcional figura de la historia hispana que se abre paso en la política cordobesa con especial fuerza y notable fortuna, un genial estadista cuyo nombre se convirtió en sinónimo del mismo diablo para los leoneses: Almanzor.

Sampiro, el cronista obispo asturicense, recoge los acontecimientos que se inician en el instante en que Ramiro III, firmemente asentado en el trono con el apoyo de Ansúrez y Beni Gómez, toma las riendas del poder recordando que, una de sus primeras acciones como monarca en ejercicio fue provocar con altanería y soberbia a la nobleza gallega. Bajo este comentario probablemente se esconde una realidad humana bien distinta pues, tal y como ya comentamos, su progenitor Sancho I encontró la muerte a manos de un magnate gallego y será en Galicia donde surja y se propague la llama de la rebelión que impulsará hasta el estrado real al infante Vermudo Ordóñez, aquel hijo olvidado de Ordoño III –vease árbol genealógico de los Reyes de León- que se educaba en las tierras al oeste del Cebrero y a quien convierten los nobles de la región en adalid de su causa frente al presumiblemente centralista Ramiro III. Tal vez sea más adecuado considerarlo el hábil manipulador de una de las dos grandes estirpes que luchaban entre si por hacerse con el control en la parte occidental del reino: los Menéndez, que se convierten en los principales mantenedores de la causa de Vermudo II, y los partidarios del dux Rodrigo Velázquez que, en respuesta a esta actitud de sus enemigos que culmina con la coronación en Compostela del infante en el 982, formarán entre las filas de los más firmes apoyos del joven Ramiro III. Ese año, 982, se data la guerra civil que desgarra León en dos mitades: Galicia y Portugal con Vermudo, León, Asturias y la frontera oriental del reino, a favor de Ramiro. Sin embargo la victoria de Almanzor en Simancas, precisamente una ruptura del limes castellano, merma el partido de los fieles del monarca legítimo y aumenta notablemente el de su antagonista nieto, al fin, de Fernando González.

Poco después en Portilla de Arenas ambos ejércitos leoneses se enfrentan con resultado incierto aunque la capital comienza, a partir de entonces, a reconocer a Vermudo como soberano mientras Ramiro ha de buscar refugio en Astorga donde fallece en el 985 de muerte supuestamente natural aunque no deje de sorprendernos su temprana desaparición en un momento tan significativo de la crisis dinástica. Su cadáver fue trasladado al monasterio de Destriana mientras Ansúrez y Beni Gómez, ligados por sangre al difunto monarca, se convierten en los últimos apoyos de su causa y, momentáneamente de su hijo, Ordoño Ramírez, que jamás heredará el cetro paterno. A partir del 985 ambas estirpes primero y, finalmente los Beni Gómez en solitario, fustigarán constantemente al usurpador Vermudo II ayudando, en la medida de sus posibilidades al mismo Almanzor pues, al fin, cualquier instrumento es válido para conseguir unos objetivos o eso al menos estimaron estos condes, bastión firme y nostálgico de los últimos ramirenses tal y como hemos demostrado con anterioridad (1996).

La debilidad del nuevo monarca, Vermudo II (982/985-999), que debe el trono a la ambición de la nobleza gallega, a un inesperado golpe de fortuna, la muerte de Ramiro III, y al apoyo del tornadizo Almanzor, convierte los años de su gobierno en el objetivo predilecto de los ataque cordobeses que encuentran paso franco, si las circunstancias así lo requieren, por las tierras de los Beni Gómez, es decir, el espacio leonés comprendido entre el Cea y el Pisuerga.

Los diplomas recogen diversas revueltas nobiliarias en las que tomaron parte directa o indirecta los miembros de esta poderosa estirpe condal, postrero baluarte del legitimismo dinástico. La primera de ellas fustiga, en el 985, las tierras del obispo de León, partidario del usurpador Vermudo, la segunda, en el 986, concluye con la toma de la capital por parte de Almanzor y el conde García Gómez de Saldaña, repitiéndose, a partir de ahora, un peligroso binomio: rebelión-razzia musulmana que contribuye a clarificar el desolador panorama político leonés en los albores del año 1000 según recogimos en la reconstrucción prosopográfica de este importante conde leonés (1995).

Entre el 989-990, aprovechando una ausencia del monarca, que acude a Galcia, un hombre del conde saldañés, Conancio Ibn Zaleme, difunde por la capital el rumor infundado de la muerte del rey, inmediatamente García Gómez entra en León y, aunque no se atreva a utilizar la intitulación del príncipe, comienza a usar una fórmula que recuerda la legitimidad del soberano: año del imperio de nuestro señor el conde García Gómez, de la misma manera que, en sus tierras, se redactan ciertos diplomas en los que se le califica a la manera romana de procónsul y de dux eminentior.

Vuelto León a control de Vermudo, dominio a menudo más teórico y nominal que efectivo, tan sólo tenemos constancia durante los turbulentos años que se seguirán de que las tierras al oeste del Esla –entre las que no siempre se encuentra la capital- acatan su autoridad. Será en estos territorios donde se centren las campañas andalusíes, además de en la frontera oriental del reino, es decir, en Castilla, cuyo conde, García, acaba de convertirse en suegro del monarca que ha repudiado a su primera esposa. Este nuevo matrimonio disgusta a muchos de sus antiguos partidarios y sirve como probable justificación en la revuelta del 991 protagonizada por el Beni Gómez Munio Fernández, conde de Astorga, Pelayo Rodríguez y Gonzalo Vermúdez, cuñado de la antigua soberana abandonada y que ejerce como tenente de Luna, castillo donde se custodiaba el tesoro real que, al igual que otros bienes del monarca, es saqueado a placer por los rebeldes quienes, según la documentación, contaron siempre con el apoyo musulmán.

No pasará mucho tiempo hasta que Vermudo II recupere la capital procediendo, a continuación, al castigo de los sublevados, demasiado suave, sin duda, excepto en el caso de Gonzalo Vermúdez.

Las divisiones internas de los leoneses sirven de marco excelente a los planes de Almanzor que busca debilitar el reino y que, en el 994, ataca las fortalezas de Arbolio, Luna, Gordón, Alba y, de nuevo, León, donde muere defendiendo sus muros el conde Guillén, aquel Guillermo Sánchez que antaño se enfrentara a los vikingos.

Soberano de un reino desgarrado, sometido a los continuos asedios de Beni Gómez y de Almanzor, no logra Vermudo II sobrevivir a ninguno de sus enemigos ni evitar que en el 995 León y Astorga vuelvan a sufrir el tormento de las razzias musulmanas ni que Compostela, cabeza espiritual del reino de León, sea tomada en el 997. Poco después, en el 999, se apaga la vida de este monarca que será enterrado en Carracedo, un cenobio que había prosperado bajo su directa protección y amparo.
De su primer matrimonio con Velasquita Ramírez deja una hija, Cristina, destinada a convertirse en la esposa del infante Ordoño Ramírez, tronco de poderosos linajes leoneses y asturianos y entre cuyos descendientes se cuenta García Ordóñez, conde de Nájera, de quien volveremos a ocuparnos a propósito de Alfonso VI. De sus segundas nupcias, con Elvira de Castilla, nacieron Sancha, Teresa y el sucesor, Alfonso V (999-1028), un niño de tres años cuando muere su padre. Frutos de diversas relaciones extramaritales son Pelayo, Elvira y Ordoño Vermúdez, de quien surgen diversas casas nobles galaico-leonesas.